Volver a ver -esta vez con el elenco estelar- la producción de Maestrini-Nova-Dall'Alpi-Fiorruccio ratifica la inteligencia y minuciosidad con que el primero ha elaborado la transposición del Burlador al vampiro, mediante una régie que abunda en sutilezas, algunas casi imperceptibles, que demuestran la prolijidad con que fue concebida y trabajada. Es efectivo que se fuerzan algunos hilos, pero el conjunto está articulado y tiene su propia lógica, lo que no siempre puede decirse de otros experimentos.
La escenografía es imponente y proyecta una profundidad y amplitud extraordinarias. Su calidad y constante movilidad reconfirman el espléndido nivel de los equipos técnicos del Municipal. Junto al vestuario -con ingeniosos detalles, rico en colores, formas y guiños a lo tradicional y a la caricatura- y a una iluminación coherente, se pliegan armoniosamente a la opción de una estética lúgubre, muy atractiva, llena de sugerencias y particularmente lograda en las escenas del matrimonio y del cementerio. No gustará a todos, pero es una propuesta pensada, bien elaborada, sostenible y que sigue una línea conceptual consistente.
Vocalmente, los laureles recaen aquí en Patricio Sabaté (Don Giovanni) y Ricardo Seguel (Leporello), que unen a su sólido material sonoro un suelto desempeño actoral, sin incurrir en excesos. Excelente la caracterización de Leporello, llena de matices, ágil y cercana al público, que lo premió con empáticos aplausos. Entre las mujeres, destaca vocal y teatralmente la fresca y juvenil Zerlina de la soprano chilena Marcela González. Justo es recordar, por cierto, que Doña Ana (Natalia Lemercier) y Doña Elvira (Marcela de Loa Holzapfel) son roles sustancialmente más demandantes, y la segunda debe sobreponerse a más de alguna brevedad de fiato y legato -, y el cansancio se insinúa en su aria "Mi tradì". Acertados el Masetto de Pablo Jiménez y el Comendador de Alexey Tikhomirov (acústicamente, es discutible la solución de hacerlo cantar su escena final desde el lateral del foso). El tenor Iván Rodríguez fue un Don Octavio de grato timbre vocal, pero aún con cuerpo y volumen insuficientes, resultando su tercio grave casi inaudible.
La eficiente dirección de José Luis Domínguez apoya sabiamente a los solistas. Su uso recurrente de tempi más bien pausados hace resaltar, por contraste, la intensidad dramática de otros pasajes. Guió correctamente a los cantantes en los difíciles concertati , con la salvedad de algunos desfases, como en el trío de las máscaras.
En conjunto, esta versión estelar prueba una vez más el importante valor de abrir esta oportunidad a los valores jóvenes nacionales e internacionales, especialmente latinoamericanos que no tienen hoy muchas otras opciones similares en la región. Debe mantenerse y estimularse a todo trance.