Cuando estoy en un aeropuerto y veo gente hablando por su celular hasta un minuto antes de que el avión despegue. O cuando en un cine escucho el sonido inconfundible de un teléfono en modo vibrador y a alguien atendiendo en voz baja. O cuando camino por la calle en medio de cientos de personas que llevan el móvil pegado a la oreja y tienen la actitud de quien se ufana de estar resolviendo un asunto de vital importancia para la humanidad. O cuando voy en el metro y veo a tantos enviando mensajes de texto sin levantar la nariz de la pantalla. Entonces me pregunto cómo hicieron para contener esa hemorragia, ese chorro, esa diarrea -esa bulimia comunicacional- hasta hace apenas cuatro o cinco años, que es más o menos el tiempo que lleva la hiperconectividad extremándose entre nosotros. Me pregunto cómo tanta gente tenía tantas cosas para decir y se aguantaba sin decirlas. Me pregunto cómo hizo la humanidad para sobrevivir callada, para sofrenar durante centurias esa marea de conversaciones impostergables (sólo algo muy impostergable puede hacer que alguien cruce una avenida de doble mano en México o en Buenos Aires hablando por teléfono; sólo algo muy impostergable puede hacer que alguien atienda una llamada mientras toma café con un amigo al que no ve desde hace años). Y me pregunto qué es lo que dice toda esa gente, todo el tiempo. Yo, que ni siquiera hablo por teléfono todas las semanas, no lo sé. A lo mejor, me digo, hay un universo de ideas y reflexiones interesantísimo que me estoy perdiendo. Pero, cada vez que escucho en un bus una anodina perorata acerca del colegio de los chicos o una conversación quejosa acerca de lo complicado de un trámite municipal, me cuesta tener fe en que me estoy perdiendo algo.
Hay un argumento que reza que nunca, como ahora, la gente leyó ni escribió tanto, haciendo referencia a la cantidad de mensajes de texto y otras formas de eyaculación rápida que circulan por teléfonos y computadoras. Yo, que me perdonen, sigo viendo alguna diferencia entre escribir "Hola q tl" y Pedro Páramo. Y, extrapolando, aunque se canten loas a la hiperconectividad, sigo viendo mucha diferencia entre estar conectado y tener algo para decir.
Parece que hay una enfermedad y tiene nombre: nomofobia. Los británicos la descubrieron en 2011 y es el miedo irracional a salir de casa sin el celular. Según el estudio que la diagnosticó, realizado por la oficina de Correos del Reino Unido, el 53% de los usuarios de teléfonos móviles padece una ansiedad incontrolable cuando descubre que se ha olvidado el teléfono o que no tiene cobertura. Imagino que ese vértigo debe parecerse mucho a cuando, en el más completo estado de indefensión y extranjería, uno llega a un país que no conoce. Cualquier forma de conexión protege de ese desamparo e instala la idea reconfortante de que, incluso desde el más remoto lugar del mundo se puede regresar a casa con sólo apretar una tecla. La hiperconectividad abona la idea de un mundo desinfectado de sorpresas, en el que no reinan el desafío ni la búsqueda (esas cosas que, poniéndonos muy reduccionistas, llevaron a descubrir América y a inventar el desodorante o el avión), sino la certidumbre y el control: un mundo en el que la gente encuentra muy natural rendir cuentas -diez, cien veces por día- acerca de dónde está, de qué está haciendo y de qué piensa hacer. Será, entonces, que yo no tengo ninguna intención de sentirme siempre en casa ni de rendir cuentas de dónde estoy, de qué estoy haciendo o de qué pienso hacer. El cordero sacrificial ofrecido al monstruo de la época -la hiperconectividad- es el derecho a permanecer inubicable y yo, que me perdonen, no estoy dispuesta. Dentro de un tiempo, la idea de estar desconectado será tan aberrante como empieza a serlo, ahora mismo, la idea de privacidad.
Por cosas como estas, cada vez que alguien dice "redes sociales" lo primero que pienso es que una red sirve para atrapar. Que fue hecha para eso.