Al interior de la Concertación se libra una de sus batallas más decisivas: la de poner tintas en el programa presidencial de Bachelet. Uno de los ejes programáticos estará en la igualdad. En el concepto habrá fácil consenso; el debate estará en su especificación y en los énfasis y así se discutirá, por ejemplo, entre un Estado regulador para nivelar oportunidades o uno proveedor de bienes y servicios.
La igualdad, en cualquiera de sus versiones, es una vieja conocida de la política. Sólo en ese ámbito partimos de ella como supuesto. En el mercado valemos según lo que tenemos. Si pensamos que en algo debemos emparejar la cancha de la vida económica es porque antes nos reconocemos -en la política- como iguales en dignidad y derechos. Sólo en ella cada voto tiene el mismo valor y peso.
El supuesto más esencial de la democracia es la igual dignidad de todos. En su virtud, nadie puede clausurar el debate de un asunto público diciendo que debe ganar porque es mejor que sus adversarios. Así funcionan las democracias. En Chile no; y las batallas por más igualdad -de oportunidades o de resultados- que se emprendan desde la política parten cojas porque en la política chilena no nos reconocemos como iguales.
En las democracias en que las personas se reconocen como iguales, las diferencias que no pudieron disolverse en el debate se resuelven por mayoría; es la única regla congruente con la igual dignidad de todo ser humano. En Chile no: en buena parte de los debates sustantivos, una minoría tiene veto; tiene derecho a que las leyes no cambien. Le basta con superar los tres séptimos de los votos en el Congreso (elegido además por un sistema no representativo) para que cualquiera de las muchas materias que son de ley orgánica constitucional no puedan alterarse.
Ciertamente en las democracias no todo es disponible para la mayoría. Ni las reglas del juego democrático, ni los derechos fundamentales que permiten a cada persona auto determinar su vida pueden alterarse por simple mayoría. Eso son las constituciones. En las democracias esos textos contienen unas pocas reglas básicas de competencia política y enunciados generales de derechos fundamentales. Lo demás está abierto al debate y se resuelve por mayoría. En Chile, no, además de no poder disponer del texto fundamental, la mayoría tampoco puede definir buena parte de las políticas, porque hay algunos, que en nombre del estatus quo, del no cambio, se erigieron como mejores que los otros. En Chile, no valemos lo mismo, no somos dignos de la misma consideración, pues los que quieren cambios valen menos que los que se resisten a ellos.
En su reciente documento programático, el PPD, los radicales y los comunistas postulan algo aún menos democrático que lo que hoy tenemos: quieren una Constitución que no permita gobernar a las mayorías: quieren escribir en la Constitución, de una vez y para siempre, su programa de gobierno, para que así las mayorías no puedan alterar las bases de un Estado como ellos lo quieren: más poderoso y omnipresente.
Pinochet quiso una democracia protegida y la consagró en su Constitución, una que asegurara su modelo. Poco a poco la hemos ido borrando; casi todo, pero sin poder instaurar la igualdad más elemental: la política.
Ahora, antes de ese logro sustancial de la democracia, nos ataca otro delirio: el de aquellos que quieren otra democracia protegida; estos quieren hacerla inmune contra el riesgo de un Estado liberal y subsidiario.
Ojalá triunfe la democracia. Ojalá le entremos a la Constitución con mucha goma y no con más lápiz, para que de ese modo logremos alguna vez tratarnos como iguales en dignidad y derechos, tener finalmente una Constitución en que nos reconozcamos todos, una que nos permita resolver nuestras diferencias políticas como iguales, o sea, por simple mayoría, sin el tutelaje de aquellos que, tanto ayer como hoy, pretenden erigirse como superiores.