El libro de la colección Compactos, de Anagrama, con las tapas rojas y la foto de un niño sosteniendo un revólver con el que apunta a algo que permanece fuera de plano, pasó casi un año en la pila de libros por leer que tengo sobre mi mesa de luz. Ahora, tal como un goloso se asombraría de haber sido capaz de permanecer indiferente durante meses a una caja de chocolates guardada en la despensa, me pregunto cómo pudo ser. Una explicación posible podría empezar por decir que se rumoreaba que era un libro "fuerte" y "duro", dos palabras que, violadas hasta las tripas por el lenguaje crispado de los periódicos y los noticieros, ya no dicen nada o dicen, precisamente, lo contrario. De modo que, en principio, lo único que sentí por él fue desconfianza. Pero, cuando empecé a leer, entendí que no era fuerte ni duro sino formidable y deforme, admirable y complejo, uno de esos artefactos más grandes que la vida capaces de dejar una cicatriz que nada podrá desvanecer. Su título es Tenemos que hablar de Kevin, su autora es la norteamericana, residente en Londres, Lionel Shriver, y cuenta la historia de Eva, una mujer que le envía cartas a su marido en las que habla del hijo de ambos -Kevin-, preso por una circunstancia que, aunque sólo se devela al final, se presiente en la larvaria monstruosidad de los detalles con que Eva describe (usando un dolor robótico que resulta más insoportable que cualquier exaltación) la vida de ese vástago que marcó el final de su propia vida, tal como la conocía hasta antes de su nacimiento. La novela no es perturbadora por su desenlace, sino por su recorrido: por las interminables renuncias y humillaciones a través de las cuales -en el nombre de Kevin- Eva avanza como una ardilla atraída hacia el centro de un laberinto en el que la espera la aniquilación. Todo el libro respira la violencia escatológica y fermentada que exuda ese vínculo entre la madre y el hijo, basado en un destilado de culpa, repulsión, rencor, desprecio y arrepentimiento que pocos se hubieran atrevido a escribir. Pero Lionel Shriver, hija de un pastor presbiteriano de Carolina del Norte, se especializa en escribir acerca de cosas ante las que el común de los mortales retrocedería con horror supersticioso: la llegada de la desgracia, las consecuencias sulfúricas de la decisión equivocada, la evidencia de que el momento adecuado ya pasó.
En 2009, Anagrama publicó otra novela suya, llamada El mundo después del cumpleaños, que cuenta, en paralelo, dos posibilidades de la misma historia: en una la protagonista vive con el hombre que ha sido su pareja durante muchos años y, en la otra, decide abandonarlo para irse con su amante. Por un camino tachonado de calles sin salida (en las que abundan los carteles de "bienvenidos a las consecuencias de una pésima decisión"), Shriver sacude las ramas de esos sentimientos que tanto le gusta estrujar -la renuncia, el arrepentimiento, la culpa- para dejar caer, sobre nosotros, los frutos mórbidos, repletos de preguntas sin respuesta, de un libro que explora todas las posibilidades sanguinarias del "¿Qué hubiera pasado sí...?".
La última de sus novelas traducida al español lleva un título que es un presagio: Todo esto para qué (Anagrama, 2012). En ella cuenta la historia de Shep, un hombre que ahorra dinero durante décadas para cumplir el sueño que le da sentido a su existencia: marcharse, con los seres que ama, a un lugar paradisíaco y empezar una vida nueva. Pero, el mismo día en que decide abandonar su trabajo y emprender el viaje, descubre que a su mujer acaban de diagnosticarle cáncer. Entonces, regido por esos sentimientos tan Shriver -renuncia y culpa y arrepentimiento-, Shep agacha la cabeza, regresa a un empleo que desprecia, y gasta todos sus ahorros en quimioterapias salvajes para intentar salvar a su mujer mientras entiende que, ahora sí, se le ha hecho definitivamente tarde.
Shriver monta relatos de angustia perfecta sostenidos sobre la idea de que, para que la vida se transforme en un infierno, sólo hace falta un pequeño empujón, un cóctel compuesto por a) la decisión equivocada y b) unas gotas del más puro azar. O sea: cosas que están al alcance de todos. Será por eso que los libros de Shriver me producen el mismo impulso que me produce aquella escena de El francotirador (Michael Cimino, 1978) en la que Christopher Walken juega a la ruleta rusa: el impulso de taparme los ojos para que el momento en el que todo estalle no se me quede pegado a la memoria como los restos de un insecto espantoso. Una novela de Shriver es una pregunta retórica lanzada al corazón de una respuesta insoportable que todos conocen pero que nadie se atreve a articular. Por eso, a veces, imagino que sus libros -que advierten sobre las consecuencias de nuestras decisiones y sobre la peligrosa desaprensión con que las tomamos- deberían ser de lectura obligatoria en el colegio. Quizás la gente tendría futuros más felices si pudiera enfrentarse a toneladas de angustia cuando todavía está a tiempo. Cuando todavía no tiene que pagar por eso con la vida entera.