Según monseñor Ezzati, la incomodidad e insatisfacción que nos invade encuentra sus raíces en una
crisis de confianza. Algunos buscarán la explicación de ella indagando en las condiciones de la sociedad moderna o en un supuesto carácter de los chilenos. Otros nos brindarán consejos morales para hacernos más confiables y confiados. Me resisto a creer que nos haya tocado una época y un lugar de personas particularmente viciosas o suspicaces, y con inevitable sesgo de abogado, tiendo a pensar que en toda crisis de confianza se esconde un mal diseño de las reglas e instituciones que rigen la convivencia.
Los abogados sostenemos que una de las funciones primordiales del derecho consiste en brindar seguridad a quienes entran en relaciones sociales complejas, como lo son las modernas de mercado o las políticas propias de la democracia, donde ya no es posible confiar en las virtudes de aquellos con quienes nos relacionamos. En mi profesión, enseñamos y aprendemos que la seguridad jurídica, pilar de la convivencia, consiste en la razonable expectativa de que los otros se comportarán conmigo, conforme lo establecen las reglas, y que si ellas son transgredidas, devendrán sanciones y medidas tendentes a restablecer el imperio del derecho quebrantado.
La paradoja consiste en que para brindar esa seguridad, el derecho parte precisamente del supuesto de la desconfianza. Supone, por ejemplo, que los agentes económicos tenderán al monopolio y que, librados a su suerte, tratarán de engañar a sus clientes y a defraudar a los que depositan en ellos su confianza. El derecho, a partir de su escepticismo, nos llama a acudir al mercado a comprar productos y a depositar nuestros ahorros, sin preguntar por las virtudes o siquiera por los nombres de quienes nos proveen de bienes y servicios o se quedan con nuestros ahorros previsionales. Nos llama a confiar más en las reglas y en las instituciones que en los hombres.
Supone también el derecho que los políticos, lejos de ser virtuosos propenderán a acumular más poder del razonable y estarán particularmente expuestos a la corrupción. Por ello opone unas ambiciones a otras, confiando en que poderes separados y hasta contrapuestos garantizarán un cierto control y no pocos límites; demanda transparencia y obliga a destituir periódicamente a buenos y a malos gobernantes.
En Chile, nos decimos legalistas, y si bien algunos pueden quejarse que los jueces son poco drásticos en castigar los delitos, resultaría exagerado sostener que el sistema esté fallando por una impunidad generalizada. En el mundo de los negocios hemos vivido nuestra Polar y nuestras farmacias, pero estos casos palidecen frente a los fraudes ocurridos en otras latitudes y están lejos de haber quedado impunes.
Si los males de nuestro sistema jurídico no están ni en la falta de reglas ni en una desmedida ineficacia, el problema puede radicar en que reglas e instituciones no sean generalmente percibidas como legítimas. Los recientes debates y reclamos acerca de la falta de certeza y confianza para las inversiones energéticas, refleja hasta que punto los asuntos se judicializan y las resoluciones judiciales se tornan imprevisibles cuando las instituciones y las reglas carecen de suficiente respaldo de legitimidad en torno a ellas.
Los males del sistema jurídico y de sus instituciones, más de legitimidad que de funcionamiento, si no equivoco mi diagnóstico, pueden no sólo tener una cuota de responsabilidad en la crisis advertida, sino también una llave maestra para hacer de la desconfianza una oportunidad de construir, a partir de ella misma, si no confianza espontánea, al menos seguridad jurídica.
La clave puede consistir en que no nos quejemos más de la falta de virtudes de nuestros congéneres y particularmente de los políticos llamados a hacer las reglas; y que, en cambio, verifiquemos si hemos construido nuestras instituciones políticas sobre la base de una cuota suficientemente sabia de desconfianza.