Una mujer llora, sentada en una butaca de la sala de embarque número dos del aeropuerto El Dorado de la ciudad de Bogotá, Colombia, esperando la partida del vuelo AV87, de las 22:10, con destino a Buenos Aires. Son las 20:45 de un domingo de febrero de 2012 y la mujer llora, la vista fija en el piso, acongojada.
Imaginemos que alguien estuviera mirando a la mujer y que ese alguien imaginara, a su vez, que la mujer llora porque ha dejado, en Bogotá, a un hombre con quien, por alguna circunstancia (él está casado, ella está casada, viven en países diferentes), no puede estar. Imaginemos que ese alguien imaginara que la mujer llora mirando fijamente el piso mientras siente que la recorre un río de desaliento interminable y que, allí donde se posa, su pensamiento bombea un dolor efervescente, como si sus venas produjeran ya no sangre, sino un líquido ácido, espinoso. Hay algo en ella que quiere que ese estado de desvastación no termine nunca, que esa desolación la mate o le dé fuerzas para arrojarse contra los ventanales de la sala, para volver sobre sus pasos y decir: "No te vayas" o "No me dejes ir". La mujer solloza, mirando el piso, y sabe que está dando un espectáculo, como si toda ella fuera una película explícita, un error pornográfico. Se mira las manos y siente un vacío oscuro, pero no quiere dejar de llorar, porque cree que, mientras llore, el dolor la ayudará a repasar cada gesto, cada frase del hombre que acaba de dejar -o de dejarla- por voluntad propia o ajena, por imposibilidad, por cobardía, por hartazgo.
Era febrero, yo regresaba de Medellín a Buenos Aires, y la mujer estaba sentada justo enfrente, llorando con todo el folclor: sollozos, ahogos, mirada fija, nariz roja. La sala estaba impregnada del olor frenético que antecede a los viajes -el roce de cientos de maletas de plástico, bolsas de free shop, café en granos, perfumes- y, aunque varios pasajeros la miraban, nadie hacía nada, porque el llanto de un desconocido siempre resulta espeluznante. Yo no soy una samaritana, pero si alguien llora a cincuenta centímetros de donde estoy, y no hace el menor gesto para ocultarse, tiendo a pensar que, quizás, espera que le pregunten qué le pasa. Y como además soy periodista, y tengo eso que llaman curiosidad en raciones tóxicas, me incliné y le pregunté si se sentía bien. La mujer levantó la cabeza, me miró y, con una voz casi despreocupada, me dijo: "Sí, perdone. Es que cada vez que me voy de viaje y dejo a mi hijito me sucede lo mismo". Me contó, breve, que trabajaba en una compañía con sede en varios países, que a veces le tocaba viajar por una semana (una semana) a otras sedes, y que enfrentarse a esos días de ausencia siempre le resultaba intolerable.
-Pero después llego al sitio, me relajo, y cuando empiezo a disfrutar ya tengo que regresar a casa.
Eso -lo que me dijo: lo que eligió decirme- pudo ser mentira. Pudo haber estado realmente apenada por una despedida, un abandono o una muerte; desesperada por dejar de beber o de drogarse o de rasgarse la cara interna de los muslos con una cuchilla de afeitar. Si yo hubiera estado escribiendo sobre ella tendría que haber averiguado si lo que me decía era, o no, tan sólo su versión de las cosas. Pero durante la breve fracción de tiempo en que su vida se cruzó con la mía, la mujer decidió contar que lloraba por eso: porque se separaba una semana de su hijo (de su hijito). Allí donde yo había imaginado tragedia, dolor, sexo salvaje, había algo distinto: algo aburrido.
Después llamaron a embarcar y me quedé pensando.
Yo, perdón, soy bruta y zafia. Todos los matices que puedo percibir en los demás aspectos de la vida -que las cosas no tienen una sola explicación; que todo demonio tiene su reverso de ángel- se me terminan a la hora de clasificar la biblioteca: ahí, lo que es ficción es ficción, y lo que es no ficción es no ficción ¿Eso a cuento de qué viene?, dirán. A cuento de esto: de que la mujer y su llanto me hicieron pensar en aquella pregunta que, a menudo, se hace a los periodistas: cuál es el límite, a la hora de escribir, entre lo real y lo ficticio. La respuesta es más que obvia -el límite es que la verdad con mayúsculas es un invento chino para tranquilizar conciencias, y que si uno es periodista debería escribir lo que honestamente cree que vio o escuchó, sin hacer especulaciones, excepto avisando al lector que estas son tales-, pero la situación en el aeropuerto era un ejemplo clarísimo: ante ese llanto, un escritor de ficción podría haber imaginado -y escrito- la historia (bastante cursi, por cierto) de una mujer enamorada que acaba de dejar al amor de su vida, de una mujer enamorada que siente el impulso de volver sobre sus pasos, de una mujer enamorada que etcétera: un relato épico, emocionante, emocionado. Pero un periodista no hace eso: no puede hacerlo. Un periodista se acerca, pregunta, escucha y, después, escribe lo que escuchó. Aun cuando eso sea un triste remedo de lo que habría puesto allí su imaginación.