La Constitución vigente establece que cualquier modificación a los mecanismos que ella misma prevé para su reforma necesitan aprobarse por las dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio. Quienes llaman a una asamblea constituyente debieran definir cómo esperan que ella se instale.
Sólo hay dos caminos: El primero es apegado a la legalidad. Asumiendo que los diputados y senadores de derecha no están ni estarán disponibles para aprobarla, una asamblea constituyente sólo es posible si la oposición dobla en dos tercios más una de las elecciones de diputados y en todas las elecciones de senadores próximas. El llamado a transitar este camino sólo puede conducir a la frustración.
El segundo camino para llegar a la asamblea es derrotar a los que se oponen a ella no en las urnas, sino con la suficiente presión para que se produzca un vacío de poder de tal magnitud, que la derecha ya no pueda resistirse a la instalación de la asamblea invocando la Constitución. El problema de este segundo escenario, como ya aprendimos en carne propia, es que en ellos cualquiera que tenga la fuerza suficiente queda, en los hechos, igualmente en condiciones de hacer cosas al margen de la Constitución. Ese es el riesgo de este segundo camino, y de él deben hacerse cargo y responsables los que alientan la idea de una asamblea constituyente.
Toda otra estrategia para una asamblea, como el de la cuarta urna, está destinada al fracaso. Cualquier tribunal, leyendo la Constitución que juró respetar, debiera resolver que ese no es un modo válido de modificar las normas sobre reforma constitucional.
Se han discutido los riesgos que conlleva una
asamblea constituyente para la democracia representativa y se citan al efecto diversas experiencias que los avalan o desmienten. A mi juicio, en el caso chileno esos riesgos no radican en las posibles deliberaciones y resoluciones de la eventual asamblea, sino en el proceso que hay que hacer para constituirla. Lo peligroso es el camino, al menos mucho más que el resultado.
La idea de una asamblea constituyente es una campanada de alerta en la política chilena. Los parlamentarios que la propugnan amenazan con abdicar de sus propios poderes y hacen o un llamado ingenuo y frustrante a lo imposible o uno a quebrar desde fuera la actual democracia.
¿Tan mal está la democracia chilena? Según la última encuesta CEP tan sólo un 20% de la población estima que la democracia en Chile funciona mal o muy mal. Si no es la democracia lo que anda tan mal, ¿dónde radica la crisis y el malestar que puede hacer que ella termine echada por la borda? A juzgar por la misma encuesta CEP, lo que pierde legitimidad a velocidades difíciles de sostener es el Congreso, y su problema radica en su falta de representatividad.
Los parlamentarios perciben su propia debilidad, al punto que muchos de ellos conciben como deseable o posible salidas límite para una democracia que la mayoría de la población no visualiza en estado de crisis terminal. Es la falta de aprecio popular por el Congreso lo que amenaza con infectar toda la democracia. Ello no se soluciona renunciando a la democracia representativa, sino mejorando los sistemas de representación que la tienen tan a mal traer, reformando el sistema electoral. Ello es difícil, pero más posible que constituir una asamblea constituyente, pues el binominal está popularmente desprestigiado, ha quedado fuera de la Constitución y requiere, para ser sustituido, un quórum alto, pero menor al que se necesita para aprobar la asamblea. La UDI se opone, Renovación Nacional titubea. El Gobierno se hace el leso para no tensionar su coalición. La crisis de legitimidad del Congreso aumenta y amenaza con extenderse a toda la democracia.
Los parlamentarios perciben su propia falta de legitimidad y algunos la confunden con la de todo el sistema. Los parlamentarios de la UDI prefieren poner en riesgo la democracia que tenemos con tal de no hacerla de verdad representativa.