La
reciente encuesta del INJUV nos muestra que tres de cada cuatro jóvenes no saben o se equivocan al mencionar cómo se elige al Presidente de Chile; la proporción de error o ignorancia es algo mayor respecto de la elección de los Senadores y la cifra es apenas menor en relación a diputados y alcaldes. Sólo un 12% sabe cuántos diputados se eligen por distrito; menos de un 20% está en condiciones de nombrar a cinco de ellos y un 40% cree que parte del trabajo de esos parlamentarios es la pavimentación de las calles. Menos de la mitad dice haber conversado de política en el último mes.
Así, no sorprende que sean más los jóvenes que declaran no importarles nada o poco quién gane las próximas elecciones que aquellos que le atribuyen mucho o algo de importancia; que sean mayoría los que creen que la participación electoral juvenil se va a mantener o a disminuir con la inscripción automática y el voto voluntario y que haya un 45% que ya tenga decidido no votar en las próximas elecciones, frente a un tercio que sí lo hará y a un 17% de indecisos.
Agregue unos años a esta encuesta. Imagine que nada sustancial cambia, coloque a esta generación como adulta y aventúrese a apostar cómo será la política chilena, que inevitablemente se hará cargo de las condiciones de vida de quienes no quieren hacerse cargo de ella. ¿Cuán probable es que en ese ambiente cívico surjan buenas políticas públicas indispensables para alcanzar prosperidad, equidad y calidad de vida? ¿Florecerán en ese mundo debates vigorosos y francos acerca del norte que debemos alcanzar en educación, salud, seguridad, transportes, energía o medio ambiente? ¿Surgirá la prudencia que calcula responsablemente los efectos de una medida y calcula estrategias eficaces o será más probable la demagogia de discursos maniqueos y de eslóganes fáciles?
La esperanza radica en que el compromiso cívico cambie. La pregunta es cómo. Habrá quienes aboguen por horas de educación cívica en los colegios. La educación formal suele ser la respuesta más fácil, aunque también la más paternalista e ineficiente.
Otros se calmarán admirando el vigor cívico que muestran los movimientos juveniles y la forma democrática en que distribuyen poder las redes sociales; pero ese modo, que muestra una enorme potencialidad para levantar temas, denunciar, controlar y oponerse, es, por su propia naturaleza, muy débil para formular políticas, mantener temas en el tiempo, dialogar en profundidad y alcanzar consensos e inútil a la hora de aprobar políticas vinculantes. Esas dimensiones políticas seguirán radicando en las viejas instituciones y particularmente en el Congreso y en los partidos, los niños símbolos del desprestigio.
Una mitad de los jóvenes que así opinan no creen posible influir en la política. Esa percepción no se soluciona con educación cívica y sólo puede terminar reafirmada con la pura calle, como muestra la semana que termina. La política institucional sólo será mejor comprendida y apreciada cuando haya poderosas razones (incluso egoístas) para involucrarse en ella.
Un grupo transversal de diputados de la comisión de Constitución ha decidido abocarse a revisar las reglas electorales y de participación política. Abren la esperanza de cambios hacia un sistema que atraiga a los ciudadanos, particularmente a los jóvenes a la política institucional, y así revertir el que hoy es el más amenazante de los índices para nuestra convivencia.
Ese grupo parlamentario encontrará la resistencia de intereses creados y de quienes, con visión elitista, recelan de los riegos de una democracia más inclusiva. Por ello, se necesita formar en derredor de ese debate parlamentario, la máxima atención ciudadana.
También les será difícil concordar las fórmulas electorales y la nueva manera de regular a los partidos. Nada será fácil. El desafío, sin embargo, es claro y señala el rumbo: suficiente apertura, transparencia y competencia para que los procesos y resultados vuelvan a hacer atractivo participar en las elecciones y en el debate público en las sedes institucionales.