Corren aires de contrarreforma de la institucionalidad que, al ritmo de escándalos vergonzantes, hemos forjado para asegurar transparencia. Vienen provocados por dos o tres decisiones polémicas del Consejo para la Transparencia. Más allá de lo justificados que puedan ser los fallos que han desatado el debate, sería lamentable que, a propósito de ellos, se debilitaran los pocos avances institucionales que paulatinamente ha logrado conquistar.
La ley vigente contempla el secreto o reserva de los documentos cuando su publicidad afecte el interés nacional, en especial si se refiere a las relaciones internacionales. En el caso de La Haya, las alegaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores no lograron convencer a ninguno de los 4 miembros del Consejo de que la información pedida pudiera afectar el interés nacional. El Ministerio todavía no está obligado a dar a conocer esa información y podrá mantenerla secreta si logra convencer a una sala de la Corte de Apelaciones de que su divulgación afecta las relaciones de Chile. ¿No son esa excepción y la doble instancia suficientes garantías de protección del interés nacional y de una adecuada ponderación de los valores en juego?
Otro tanto ocurre, en los otros casos debatidos, con la privacidad, las estrategias judiciales y la reserva de la deliberación, todas las que están también contempladas como causales de secreto. Los detractores de la ley no proponen nuevas causales ni otros modos de nombrar a quienes deciden. Lo que de verdad está en riesgo es devolver la decisión de cada caso a la propia autoridad que produce la información. Para allá corren los aires de contrarreforma.
El riesgo no es sólo ni principalmente la corrupción. Ella no se anida en los correos del ministro de la Presidencia o en la defensa judicial de Chile ante La Haya.
Es también la democracia la que está en juego. Ésta se funda en la afirmación de que las personas somos iguales. La historia de la democracia, que no ha puesto en duda este supuesto básico, ha sido la de sucesivas oleadas de inclusión. Esa igualdad y derecho de participación en los asuntos públicos, que estuvo reservado a los hombres propietarios de determinada condición, ha ido extendiéndose, poco a poco, a toda persona adulta. Pero el riesgo de exclusión no ha desaparecido. Ya no radica en que algunos aleguen superioridad sobre otros para privarlos del sufragio y de la representación. Los problemas y riesgos para que el poder político se reparta igualitariamente están ahora en otra parte.
Una de las más poderosas formas contemporáneas de exclusión es la asimetría en la información, la que construye altos muros y profundos diques entre los que manejan la cosa pública y los que la padecen. Los poderosos reclaman para sí el derecho a tomar decisiones en asuntos complejos, aduciendo que el ciudadano de a pie no logra entender los complejos problemas o calibrar los efectos de muchas de las decisiones que debe adoptar hoy el Estado.
La democracia moderna tiene así un dilema: necesita de expertos para adoptar buenas e informadas decisiones, pero a la vez no puede tolerar que bajo la excusa de que "los que saben deciden" se expropien los asuntos públicos a esferas privadas, pues entonces deja de ser cierto el más importante de sus supuestos y la más legitimadora de sus promesas: la de igualdad política.
Quienes detentan el poder en nombre del pueblo siempre exagerarán sus razones para reservarse las decisiones expertas y se resistirán a compartir lo que saben. Quejarse de ello y tildar a los políticos de malos es pura ingenuidad. Sólo es razonable oponer poder al poder, pero resulta muy difícil oponer poder ciudadano al poder experto si aquéllos ni se enteran de lo que hacen éstos. De allí que la democracia necesite compartir el conocimiento y combatir, hasta donde sea prudente, la asimetría de la información necesaria para participar en las decisiones colectivas y fiscalizar al poder.
La política chilena, enferma como está de desigualdades y exclusiones, necesita de más y no de menos transparencia.