La dirección de Pedro-Pablo Prudencio es comprensiva con los cantantes, quizá demasiado en algunos pasajes, pues sacrifica el balance donizettiano, que idealmente (sobre todo en esta obra) combina una pulsión dinámica nerviosa y fluida, que va engarzando los números cerrados en una arquitectura de flujo incesante, con el que contrastan y resaltan tanto más los momentos extáticos. Acá, los ritmos se tornan algo mecánicos y lentos, particularmente en los dúos. Ciertas inseguridades y descoordinaciones menores en el prólogo -que afectaron algo a coro y orquesta- se fueron diluyendo posteriormente. Los cornos, tan característicos del clima donizettiano, estuvieron inicialmente un tanto inciertos.
Natalia Lemercier tiene una fresca voz juvenil, que cumple bien con las coloraturas exigidas y se luce mejor en el tercio superior, sin vacilar ante algunos agudos audaces, que no escatima. A su Lucrezia le falta aún mayor dramatismo y expresión en la línea de canto. Segura y desenvuelta, exhibiendo su bello y poderoso mezzo oscuro, Evelyn Ramírez entrega un Orsini convincente, especialmente en su famoso brindis del acto II.
Maxim Kuzmin-Karavaev es un bajo de tonalidad clara, que conviene bien a Donizetti, y consagra particular atención al trabajo actoral. Valiosísimo el potencial de Jaesig Lee, cuyo timbre recuerda en algún momento al del joven Di Stefano. Inicialmente cauteloso en los inicios, al entrar en calor va revelando rápidamente un caudal y una proyección que se apoderan del público. Impecable la labor de todos los papeles comprimarios, que en esta ópera tienen responsabilidades nada fáciles y exigen coordinación exacta entre sí y con el foso. En resumen, un segundo elenco vocalmente sólido.
Es doloroso tener que consignar que esta producción virtualmente no tiene régie . Es una simple lectura básica del libreto, sin real dirección de actores ni menos aún del coro, más algunas coreografías que podrían traspasarse poco más o menos a cualquier ópera. Así, las inverosimilitudes del libreto ultrarromántico resaltan tanto más y mueven incluso a sonrisa, en vez de empatía. Es meritorio que ahorre las extravagancias de una trasposición "modernizadora" de cliché, pero eso no justifica desentenderse de toda la evolución de la puesta en escena posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sorprende esta indiferencia en un régisseur de la trayectoria internacional de Jean-Louis Pichon. Sus reflexiones en el programa de sala sobre esta apuesta (sic) en escena poco se reflejan en el escenario, y la remisión al ajedrez no despierta ningún interés. Apuesta perdida. Lástima, porque es pie forzado para la escenografía de Pablo Núñez, a quien se deben muchos logros notables en el pasado (y es autor aquí, además, de un hermoso vestuario), y la hábil iluminación de Michel Theuil habría merecido mejor destino sobre el cual desplegarse. Pichon queda en grave deuda esta vez. "Algunas veces dormita Homero".