Jorge Correa Sutil
HidroAysén pide presencia, regulación y definiciones del Estado en materia energética. Otros, igualmente ricos y poderosos, se atascan por horas en Sanhatan y reclaman planificación estatal de las ciudades. Ante la debacle de la Universidad del Mar y la amenaza de que todas terminen cuestionadas, los inversionistas de otras universidades privadas reclamarán o aceptarán más regulación y control estatal en educación superior. ¿Los empresarios liberales echándole agua al molino que desgrana el modelo de libre mercado? ¿Es que al ganar la derecha, ya nadie abraza su ideario como sostienen en Libertad y Desarrollo?
Quiero creer que se nos abre la oportunidad de un consenso; que ya todos caemos en cuenta de que no hay libertad, ni siquiera para emprender, sino en medio de reglas estables que den certeza; que no hay mercados exitosos ni desarrollo posible, sino entre instituciones políticas legitimadas y fuertes; que no nos queda otra que irnos poniendo de acuerdo, en un proceso progresivo, pero incremental, acerca de cuánto Estado necesitamos para garantizar la libertad, pero también para construir mucha más igualdad, inclusión y justicia que la que tenemos.
Si fuera cierto de que estamos en un clima propicio para ir construyendo acuerdos, aunque sea de esos que logra la política: aquellos con los que nadie queda plenamente satisfecho, pero donde todos se reconocen; si ello no fuera una quimera, la pregunta es si la actual generación de líderes políticos tendrá la suficiente viveza, agilidad y musculatura para reconocer sus problemas, hacerles frente y adoptar decisiones.
Las políticas estatales, que ya hasta los empresarios echan de menos, requieren todas de leyes, las que deben ser impulsadas por el Gobierno y acordadas en el Congreso. Por razones constitucionales absurdas y antidemocráticas, casi todas esas reformas exigen de mayorías calificadas. Se alcanzaron no hace mucho, en la misma medida en que hubo largas horas de negociación, gobiernos persistentes, pero también flexibles, un alto grado de aceptación de los títulos de legitimidad del adversario político, disposición a pagar costos, y un clima que prestigió la hoy denostada "democracia de los acuerdos"; esa que, con realismo, aceptaba que los resultados eran fruto del arte de lo posible entre los que tenían justo título para decidirlas.
Si todo eso se ha debilitado, no es sólo porque tengamos más divergencias acerca del modelo, no es sólo porque la ciudadanía está más activa y vigilante. Esos son los datos duros. La única pregunta relevante es si la política podrá con los desafíos de su tiempo. El pesimismo puede encontrar varios fundamentos: a las malas reglas políticas se suma un ministro del Interior que entiende la arena política como el club de la pelea, y el hecho de que varios de sus colegas ya no tienen la vista puesta en las obras que logre sacar adelante este gobierno al que sirven, sino en debilitar a quien aparece como su próxima rival más poderosa.
Las luces de esperanza vienen del Senado. Los esfuerzos de su presidente por impulsar aires de entendimiento son lecciones de responsabilidad. Aunque iniciales, hay acuerdos, para cambiar las leyes políticas, a los que ahora se suma un proyecto conjunto de Soledad Alvear y Hernán Larraín, para fortalecer y transparentar a los partidos. El Gobierno tiene la oportunidad de sumarse a ese clima e impulsar esos proyectos.
En los libros de historia, esos a los cuales solemos apelar a la hora de adelantar la evaluación que cada uno cree merecer, quedan registradas las grandes obras. Ellas son en parte fruto de la lucidez y en gran parte de las concesiones mutuas, de los acuerdos. Las reyertas políticas, en cambio, quedan en esos mismos libros registradas como preludios de oportunidades perdidas, de esperanzas frustradas y hasta de tragedias. Ya tenemos suficientes de éstas en los textos impresos.