La próxima carrera presidencial domina y calienta el ambiente político. Que se adelante tanto no es culpa de las encuestas o de las ansias de quienes están en el ruedo y ni siquiera de la muy feble pretensión de una fiscal de investigar responsabilidades penales de autoridades políticas por las víctimas del maremoto, lo que facilitó al oficialismo dirigir los dardos a la ex Presidenta.
La carrera se adelanta porque cuando el presente político no nos desafía, cuando no logra urgirnos a una cierta marcha en pos de objetivos colectivos convocantes, no es de extrañar que el ambiente de compás de espera nos invite a enfocar la mirada en el panorama siguiente. Desafíos políticos de magnitud hay de sobra, pero el Gobierno, aquel que lleva la única batuta, no lideró sueños colectivos a tiempo y termina por ser siempre reactivo. Ahora, que recién tiene un proyecto educativo potente y un ministro capaz de liderarlo, ya muchos se preguntan qué hará con esos proyectos el próximo Presidente.
Hemos aprendido que para gobernar bien en un período de cuatro años se necesita partir con una certera lectura de la realidad, con los proyectos esenciales claros, con sus ideas fuerza puestas en castellano sencillo y con las prioridades bien definidas. Los tiempos de ajuste cobran cuentas que luego son difíciles de saldar.
La próxima elección será muy probablemente entre Bachelet y Golborne. Ambos son candidatos que, por ahora, no pueden definir nada. Más adelante seguirán tentados a definir lo menos posible; a ser poco específicos sobre sus proyectos o sus equipos. A una y a otro les viene mejor competir a través de sus biografías que por sus proyectos. Sus carismas están más en la imagen que en los textos. De no vencer ellos esa difícil tentación, nuestra política continuará perdiendo densidad, para mayor desprecio final de la gente.
El próximo será un gobierno difícil y lo será aún más si a la cuestión de los candidatos no se agrega la de sus políticas. Si un próximo gobierno no logra alterar las reglas en que se mueve la política, los partidos y el Congreso terminarán por deslegitimarse definitivamente, y entonces sí será el turno del populismo. Si no cristaliza una potente reforma educacional y tributaria, los sueños de igualdad terminarán de devenir en rabia; si no se hacen definiciones energéticas, la judicialización de los proyectos terminará en un país que emite más carbono del tolerable; sin gobiernos locales adecuados, varias ciudades se harán invivibles, y así suma y sigue, hasta poner también en riesgo el desarrollo, el que se empantana cuando intenta abrirse paso entre instituciones débiles.
Las elecciones las ganan los candidatos, pero los gobiernos los hacen los equipos y estos sólo pueden permanecer aglutinados en torno a proyectos. El puro engrudo de las ambiciones personales ha probado ser disolvente. La Concertación puede confiar -aunque no tener certeza- en que Michelle Bachelet será su abanderada y que su triunfo es muy probable. Su tentación es no agitar las aguas con debates que definan para qué es que quiere que ella vuelva a La Moneda. La Concertación sabe que esos debates serán tensos, pues los proyectos se han hecho diversos.
Soslayar el debate y las definiciones más gruesas, para así no agitar las aguas, sería sin embargo admitir que la Concertación quedó disuelta por carecer de proyecto. Si el esfuerzo de proyectar no se hace, la gente entenderá que el grupo de políticos que apoya a la ex Presidenta quiere volver sólo para ocupar los cargos perdidos y entonces la Concertación no será parte del capital, sino del lastre de la candidata. Y si gana sin ese debate, si gana sin un programa, corre el riesgo de un gobierno de improvisaciones, de descoordinaciones y de deslealtades.
¿Y si Bachelet decide no volver? Entonces se habrá rearmado un conglomerado político o un par de ellos, lo que no es poca cosa en medio de un país en el que los políticos dejaron de ofrecer proyectos.