Los esfuerzos de los radicales y de parte del PPD por soltar las amarras de la Concertación y fundar una nueva izquierda no producirán otros frutos que dividir de otro modo lo mismo que ya existe. Apuesto a que no habrá suma ni renovación. ¿Por qué? ¿No es el desprestigio de los partidos el caldo ideal donde debieran cultivarse nuevas ideas y liderazgos, máxime si, como patentó Genaro Arriagada, los dirigentes están descolocados, respondiendo las preguntas que ya nadie hace?
¿No debiera en este escenario de crisis salir ganando el grupo que primero logre salir del aislamiento en que se encuentran las élites políticas; el que, moviéndose del statu quo apele a los jóvenes que hasta ahora no han ido a votar? ¿Acaso en la historia de Chile y en la comparada el desprestigio de una cierta forma de hacer política no se ha superado siempre con nuevos partidos o con la renovación de los existentes? ¿Por qué eso no ocurre entre nosotros?
La llamada nueva izquierda ha zarpado en esa búsqueda. Hasta aquí, y me temo que así será por delante, sus asociaciones se limitan al PC y a algunos parlamentarios y líderes que hace poco renunciaron al Partido Socialista. De nueva, esta izquierda sólo presenta el nombre, y el escenario huele más a los viejos tres tercios de la Guerra Fría, con Muro de Berlín y todo, que a algunos despierta nostalgia, que a una política que represente las nuevas condiciones de Chile. Ni la fuerte autocrítica que ese grupo ha venido haciendo a los gobiernos en los cuales participaron ni la adulación que practica a los movimientos sociales han logrado renovarla ni convocar a nuevas figuras a sus filas. No suman sus intentos de mostrarse distintos y abiertos.
Con la excepción de los disciplinados comunistas, los que lideran las calles pasan efímeros por la fama y por la política, sin sumarse a los impopulares centros partidarios, que mantienen el poder de definir alianzas y candidatos. Así, aunque por momentos se les escape la agenda, los desprestigiados y descolocados partidos mantienen el control de las decisiones más relevantes para nuestra futura convivencia. Ellos deciden los candidatos, a ellos se les consulta la reforma educacional y la tributaria.
Cuando así no ocurra estará en crisis la democracia, pero también lo está cuando los partidos pierden representatividad. ¿Por qué no se renuevan los viejos partidos? ¿Por qué no lo hará tampoco la "nueva" izquierda? ¿Por qué no se llena el vacío del desprestigio con nuevos partidos que desplacen a los que ya tuvieron su hora? Los que se asoman a la política sin comprometer sus vidas en ella se quejan de que los de siempre no les hacen espacio. Responden éstos que a nadie se le ha cedido nunca y que conquistarlo en épocas de dictadura sí que fue difícil.
¿Ingenuos y sin carácter o vocación pública los jóvenes, y egoístas los viejos? Ni lo uno, ni lo otro. Situar el problema de la falta de renovación política en el plano moral sólo azuza el maniqueísmo y agrava aún más la crisis. La gente suele comportarse tan mal como se lo permiten las reglas.
La combinación de hiperpresidencialismo, centralismo y elección parlamentaria binominal con listas cerradas sólo deja dos espacios políticos donde ofrecer entrada al sistema: en las candidaturas a los concejos municipales, un premio tan poco atractivo que no es capaz de renovar la política, y en aventuras presidenciales, reservadas a los más audaces. Si a eso sumamos financiamiento oscuro de la política, poca transparencia, lo que facilita los tráficos de influencia y asignaciones para sedes y dirigentes territoriales de libre disposición de cada parlamentario, las condiciones aseguran que la política chilena no va a renovarse, ni con voto voluntario, ni con referentes políticos que se autoproclamen como "nuevos".
En el debate y la puja por cambiar esas reglas debiera estar la única línea divisoria entre los que de verdad quieren renovar la política chilena y quienes están por mantener sus posiciones de poder, aunque ello implique que nos vayamos todos cuesta abajo en la rodada.