Con los proyectos de aborto y antidiscriminación, el Congreso logró, como pocas veces, captar atención pública en sus debates legislativos. ¿Bien por la política? No del todo, pues en proyectos de alto contenido moral, el legislador es tentado a situarse como un actor testimonial más, que discute acerca de qué es lo bueno, en condiciones de que la bondad de sus normas debiera medirse por los cambios que efectivamente sean capaces de producir.
El loable propósito legislativo es corregir y reparar judicialmente los actos discriminatorios y con ello prevenir el mal. La Constitución ya prohíbe hacer diferencias arbitrarias y ya establece un mecanismo judicial. ¿Contribuirá el proyecto a abatir el mal que nos aqueja? Mis esperanzas son pocas y, por el contrario, temo algunos efectos negativos indeseados, al menos en el corto plazo.
El texto parte por especificar la conducta prohibida; pero al hacerlo reduce lo que la Constitución ya garantiza sólo a los casos en que la discriminación afecte el ejercicio de un derecho fundamental asegurado en la Constitución o en tratados internacionales, limitando así severamente el principio más general establecido en la Constitución. ¿Quiere decir que de ahora en adelante las autoridades podrán discriminar en el goce de un derecho establecido en la ley? Supongo no es lo que busca el Congreso, pero ese sería un lamentable efecto del proyecto si no se corrige.
Una segunda innovación consiste en especificar en la ley cuáles diferencias son arbitrarias y cuáles no lo son. Allí surge el debate de si incluir o no aquellas diferencias fundadas en la orientación sexual. El problema de legislar así, prohibiendo hacer unas diferencias y permitiendo otras, es que igualmente cada una de ellas sólo podrá ser tildada de arbitraria o de razonable según los propósitos y los modos en que se hagan en cada caso (diferenciar entre hombres y mujeres para asignar sueldos es arbitrario, pero no para organizar competencias deportivas).
La experiencia chilena y comparada demuestra hasta la saciedad que no es posible calificar una diferencia de arbitraria o de razonable en abstracto. Como pocas garantías fundamentales, la igualdad está llamada a definirse y protegerse por los jueces, en los casos concretos en que se presenta, más que por los legisladores en categorías abstractas. Lo que la ley diga en estas materias importa menos que lo que los jueces hagan con esas categorías. El poder más importante de las autoridades políticas en la defensa de la igualdad radica en su competencia para nombrar a los jueces. Al nombrar a un juez hoy en Chile, ¿cuánta atención se presta a la fuerza y criterio con que defenderá este principio? Poca. El nombramiento de los jueces despierta escasa atención pública, y es decidido sin debate, y con mínima transparencia.
El proyecto también establece acciones y procedimientos judiciales para reclamar de las diferencias arbitrarias. Hoy existe una vía sencilla y rápida para reclamar de esos actos. Ya sabemos en qué ha funcionado y en qué es ineficaz el recurso de protección. ¿Por qué no corregirlo y complementarlo en vez de superponer algo nuevo y más engorroso, cuya eficacia está por verse?
El proyecto crea también nuevas agravantes para los delitos inspirados por motivos de discriminación. Más cárcel. Desde que la izquierda y el humanismo se sumaron al entusiasmo por el remedio penal (para los delitos económicos, los atentados al medio ambiente y aquéllos contra los más débiles), todos tendemos a olvidar las arduas y más eficaces tareas preventivas.
Quedan las tareas educativas para la formación antidiscriminatoria en las aulas. El proyecto se sumará a otras declaraciones anteriores, como la enseñanza de los derechos humanos y el control del bullying . La necesidad de una ley en este sentido es dudosa y su eficacia precaria. Ojalá las tareas para su efectiva implementación y fiscalización posterior despierten tanta atención pública como hoy la tiene el debate moral suscitado en el Congreso.