El Gobierno ensaya en Aysén su nueva política de no dialogar con movimientos que mantengan alterado el orden público. La doctrina puede ser sabia, pero como la van aplicando estas autoridades, amenaza con deplorables resultados.
La tesis requiere definir bien con quiénes se dialoga y con quiénes no. Es razonable que el Ejecutivo se niegue a hacerlo con quienes personalmente instigan o alteran gravemente el orden. En el caso de Aysén, sin embargo, antes que el Gobierno retirara al ministro Álvarez, con la violencia consiguiente y previsible, uno de los voceros del movimiento declaró que los dirigentes fueron sobrepasados por las bases.
Si ello fuera efectivo y esos líderes no estuvieran llamando a alterar el orden público, si no a restablecerlo, ¿no habría sido razonable que el Gobierno se hubiera sentado con ellos, les hubiera dado a conocer su plan y escuchara sus reacciones? Negarse a conversar con dirigentes de un movimiento por el hecho que algunas de sus bases los sobrepasan y mantienen alterado el orden, es trasladarles a esos dirigentes una responsabilidad esencial del Gobierno.
La Constitución establece que la autoridad del Presidente se extiende a todo cuanto tiene por objeto la conservación del orden público. El ministro Chadwick afirmó el jueves que el Ejecutivo se encuentra dispuesto a retomar las conversaciones, siempre y cuando los dirigentes garanticen las condiciones para ello. El Gobierno puede condicionar el diálogo con líderes sociales a que éstos llamen sinceramente a deponer la fuerza, pero es torpe, injusto y excesivo que les exija asegurar la conducta de cada manifestante, e indebido que les traslade la responsabilidad de garantizar el orden público, pues entonces La Moneda estaría haciendo abandono del más esencial de sus deberes.
La doctrina debe también hacer la distinción entre dialogar y negociar, lo que tampoco es exquisitez semántica. El Gobierno afirma tener un buen plan para Aysén, el que debiera calmar las aguas. Primero se niega a darlo a conocer si no es a los dirigentes, en una mesa, y a condición que éstos (y no el Gobierno) garanticen el orden público; luego lo publicita a cuenta gotas. Una técnica propia de una negociación entre iguales, entre privados, que al negociar arriesgan únicamente sus intereses y sus patrimonios. Los gobiernos, en cambio, cuya misión no es negociar sino gobernar, no sólo pueden y deben sentarse en todas las mesas que reúnan mínimas condiciones y allí escuchar planteamientos y explicar sus políticas, sino que deben además responder de un modo acorde a su autoridad. Las respuestas de un gobierno, a diferencia de las de los privados, se deben a toda la ciudadanía y no a un grupo de dirigentes y ni siquiera a todos aquellos en conflicto, pues siempre sus “ofertas” afectan al resto de la población.
Un gobierno, ciertamente, puede escoger la oportunidad y condiciones en que da a conocer sus planes de bien público, y puede y debe alterarlos una vez que toma el pulso de las reacciones ciudadanas; pero es impropio de su autoridad mantener en secreto sus políticas, para darlas a conocer condicionalmente y en privado, como hacen quienes quieren reservarse la posibilidad de encoger o ampliar ofertas según el semblante con que las recibe su contraparte.
El diputado Alinco declaró que los aiseninos no pretendían que el Gobierno se pusiera de rodillas, pero que tampoco ellos lo harían ante el Ejecutivo, agregando: “Lo que queremos es negociar en igualdad de condiciones”. Me temo que este gobierno, con la manera que va aplicando su principio de orden público, se desliza hacia esa igualdad que desea el diputado Alinco; se encamina a negociar desprovisto de autoridad.
Con tantos gallitos, impropios de la relación entre un gobierno y los ciudadanos, capaz que alguien termine de rodillas. En política, esa es una posición indeseable: cuando los gobiernos son forzados a ella, arrastran en su caída la convivencia pacífica y si son los ciudadanos quienes terminan arrodillados, suelen volver a pararse después de un tiempo, aún más enrabiados.