Nada hace presagiar que disminuya la frecuencia o intensidad de las movilizaciones que utilizan la fuerza. El sistema político necesita entender y enfrentar adecuadamente éste, el primer fenómeno político a partir de la transición que no se origina entre sus dirigentes y que, por ahora, los desborda.
Hay quienes creen ver en ellas la expresión local de un fenómeno global, producto de una ciudadanía más autónoma y empoderada, especialmente a partir del uso de las redes sociales. Pero no resulta fácil explicar bien la bronca de los aiseninos y las que probablemente veremos expresarse en otras zonas que se sienten postergadas, haciendo puros paralelos con los desempleados de España, los burlados por Wall Street o los árabes de la pasada primavera.
Otros que, tras cada protesta, creen ver la mano poderosa de una izquierda agitadora, tendrán que explicar por qué esta última surge en una región donde Piñera obtuvo una de sus más altas votaciones y también explicar el liderazgo de dirigentes que militan en partidos de gobierno.
La multiplicación de las protestas es más probable en contra de gobiernos de derecha, dirán otros, lo que haría sentido si ellas se opusieran a políticas impopulares que se hacen cargo de una crisis económica o intentan transformaciones que afectan conquistas sociales; pero nada de eso se encuentra presente ahora. Esta protesta se verifica en una de las regiones que más crecen y que tienen menor tasa de desempleo.
Tampoco es nuevo ni más intenso ahora el centralismo.
Lo que sí puede atribuirse a este gobierno a la hora de buscar explicaciones, es su tendencia a entender su función reducida al puro impulso del desarrollo económico, mostrando poca o nula sensibilidad por las demás dimensiones de la política (el mejor ejemplo es el modo en que conmemoró los 2 años del maremoto) y una particular impericia para prever y tratar los conflictos antes que se transformen en protesta. Con todo, es difícil atribuir el fenómeno sólo a esas deficiencias gubernamentales.
Algunos que recelan de estas protestas aprietan los dientes con la esperanza de que sean un mal inevitable y pasajero. Otros calculan cuánto debilitarán electoralmente a la derecha, pensando ingenuamente que se apaciguarán ante gobiernos de otros signos.
Más me convencen quienes explican estas protestas como un instrumento que la sociedad emplea para abrir una democracia que estaba demasiado encerrada en los salones; para emparejar una cancha excesivamente dispareja; una manera de alcanzar la inclusión y la apertura que toda democracia promete y necesita. No es casual que sus principales impulsores hayan sido hasta ahora los jóvenes y las regiones, dos sectores particularmente carentes de poder institucional.
Sin embargo, es difícil que perviva una democracia si pedradas contra lacrimógenas se transforma en la manera habitual de manifestar y resolver preferencias sociales intensas. Cada episodio aumenta y deja por largo tiempo un sedimento de desconfianza y rabia que corroe el tejido de cualquier convivencia democrática. Temo además que las respuestas a cada protesta sean políticas populistas que, mediante protecciones y subsidios especiales, intentan apaciguar las iras de ahora, al costo de incubar otras, de trabar el desarrollo y de no alcanzar a la larga más justicia.
Apretar los dientes y esconder la cabeza con la ilusión de que la ola pase, celebrar el fenómeno como si, entregado a su suerte, no pudiera terminar de nuevo en soluciones de fuerza, o reaccionar concediendo los mínimos posibles ante cada protesta, son todos caminos que nos conducen a una sociedad cada vez menos consciente e identificada con sus problemas comunes y responsable de ellos. Chile no tendrá integración estable y duradera ni buenas políticas públicas si la democracia no encuentra e institucionaliza nuevos modos de inclusión y participación que permitan procesar los conflictos de una sociedad más plural y menos dispuesta a delegar la representación de sus intereses. Eso pasa por que algunos cedan sus actuales cuotas de poder.