La irrelevancia de América Latina en el contexto global ha sido discutida en libros, artículos y seminarios en las últimas tres décadas, y con no poca razón. Como muestra, en un diálogo recogido en un libro, un expresidente chileno y dos reputados intelectuales mexicanos advertían sobre la “nueva soledad” de la región.
Pues bien, en una semana, Estados Unidos y China dejaron en el pasado esas interpretaciones. El primero, al incluir el Hemisferio Occidental como pilar de su Estrategia de Seguridad Nacional, desde donde busca generar una disuasión integrada y frenar el acceso de potencias extracontinentales a infraestructuras estratégicas (puertos, pasos interoceánicos y cables) y minerales críticos. Y el segundo, con la publicación de una Política hacia América Latina y el Caribe, que pretende expandir la profunda vinculación comercial existente a otras áreas donde no ha tenido el mismo éxito, como la cooperación militar.
Debido a la rivalidad exponencial de estas potencias, ambos documentos solo vienen a profundizar la encrucijada geopolítica en que ya se encuentran los países de América Latina, especialmente de Sudamérica, donde es patente la contradicción entre quién es el principal socio comercial y socio de seguridad.
Algunas capitales habían intentado aplazar lo que ya es uno de los mayores dilemas de la política exterior de las cancillerías de esta zona con la ayuda de académicos, que le dieron una cobertura intelectual a esta actitud bajo la idea del no alineamiento. Pero lo que justamente están diciendo ahora Washington y Beijing es que las neutralidades se vuelven inviables.
En este nuevo contexto, Estados Unidos corre con ventaja en la región, ya que es parte del continente, comparte valores y tradiciones, es un proveedor de seguridad amplia —en especial hoy cuando sus amenazas son nuestras amenazas, como el crimen organizado— y tiene una huella económica profunda en inversiones.
Si bien en las últimas dos décadas Beijing también se ha convertido en un actor significativo gracias a su apetito por materias primas y a ofrecer capital para cubrir las necesidades reales de infraestructura, no tiene afinidad cultural —de ahí la insistencia en que todos somos Sur Global— y sus elecciones en materia de seguridad no han sido las más acertadas. Este último punto no es menor.
En el contexto del despliegue naval de Estados Unidos en el Caribe, el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, Lin Jian, afirmó que su país rechaza la injerencia en los asuntos internos de Venezuela “bajo cualquier pretexto”.
Esto demuestra una escasa comprensión del hecho de que el régimen bolivariano es el mayor exportador estatal de inseguridad a la región, con sus redes criminales transnacionales, acciones maliciosas en el ciberespacio y asesinato de opositores dentro y fuera del país. Más allá de Cuba y Nicaragua, nadie en sus cabales en Latinoamérica parece muy interesado en defender a Nicolás Maduro y compañía, cuando por fin alguien se está haciendo cargo del problema.
La reciente captura de un petrolero por parte de Estados Unidos frente a las costas de Venezuela también ilustra el punto. La nave, que era utilizada para transportar petróleo a un Irán sancionado, también llevó casi dos millones de barriles de crudo desde el país persa a China entre febrero y julio de este año.
Ambos documentos también se lanzan en un contexto electoral donde la administración Trump podría sumar más gobiernos afines en la región, dados los resultados posibles de las elecciones en Chile, Perú y Colombia, y que se agregarían a lo que hoy existe en Argentina, Ecuador, El Salvador y Paraguay. Es algo que Beijing debe estar mirando, por eso su advertencia contra las políticas de “desacople” económico (en la práctica, imposibles).
Al convertirse en punto focal de Estados Unidos y China, América Latina entra en una nueva etapa, que requiere de un cálculo preciso donde, además del comercio, la política, la seguridad y la geografía sean parte de la misma ecuación. La clave para los países de la región —incluido Chile— estará no solo en la búsqueda de oportunidades económicas, sino en la reducción de riesgos asociados para sus intereses nacionales. Y eso requiere desde ya una nueva política exterior.
Juan Pablo ToroDirector ejecutivo de AthenaLab