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Editorial
Viernes 31 de octubre de 2025
Estadio seguro
La lentitud con que se procede ante la urgencia de ofrecer mínimos de seguridad en los estadios solo estimula la desconfianza.
Hace seis meses, ante una tragedia que significó la muerte de dos hinchas en un partido internacional, el ministro de Seguridad Pública declaró que el programa Estadio Seguro había fracasado y, en consecuencia, el Gobierno había decidido cerrarlo. Las tareas que allí se desempeñaban quedarían en manos del Departamento de Orden Público y Eventos Masivos, dependiente de la Subsecretaría de Seguridad Pública. Quienes se ocuparían de ese importante departamento serían los mismos funcionarios que trabajaban en Estadio Seguro, con lo cual el país entendió que las autoridades habían reaccionado ante la tragedia cambiando el nombre del organismo encargado, pero esta vez bautizándolo con una denominación más imponente y otorgándole mayores responsabilidades. Naturalmente, nada ha cambiado desde entonces en materia de violencia en los estadios. Continúan las agresiones a los guardias privados, Carabineros debe terminar por intervenir y los espectáculos deportivos quedan destruidos por grupos violentos de hinchas.
Durante este período, la situación puede haber sido aún peor de lo que era, puesto que la nueva entidad no ha contado con un jefe titular, lo que naturalmente afecta su funcionamiento. Tres meses después del cierre del plan anterior, se llamó a concurso para proveer ese cargo y a los seis meses, pocos días atrás, debía resolverse finalmente quién asumiría estas importantes tareas. No obstante, un día después de que se registraran nuevos incidentes que incluyeron riñas a cuchillazos entre hinchas en el Estadio Nacional, se comunicó que el concurso se declaraba desierto y que se llamaría a uno nuevo. Según se informó, postularon cerca de 200 personas al cargo, pero solo ocho cumplían los requisitos de las bases, aunque ninguno fue considerado idóneo para la posición.
La situación y la lentitud con que se procede ante la urgencia de ofrecer mínimos de seguridad en los estadios solo estimulan la desconfianza en las instituciones. El fútbol suele ofrecer espectáculos masivos sumamente atrayentes para muchos, y sus aficionados deberían poder acudir a ellos sin temor, acompañados de sus familias, como era tradicional en el Chile de antaño. Pero mientras en los círculos de las autoridades se debaten los mejores mecanismos para impedir los desórdenes, en las calles va tomando mayor fuerza la dinámica que lleva a configurar barras bravas, dispuestas a enfrentarse con sus antagonistas. Participar en ellas no solo multiplica las emociones que suelen buscarse en el fútbol, sino que ofrecen un sentido de pertenencia que puede llevar a situaciones altamente peligrosas, al articularse como verdaderas organizaciones delictuales.
En otros países también se han registrado fenómenos similares, con pasiones descontroladas, como se ve en ocasiones entre los hinchas del fútbol. En Europa se llegó a sufrir grandes tragedias, como la de un estadio en Bruselas que terminó con 39 muertes violentas en un enfrentamiento entre barras. Pero las autoridades en esos países tomaron conciencia del peligro y reaccionaron estableciendo las disposiciones apropiadas que virtualmente han suprimido esas conductas.
En Chile, nos hallamos en una situación de riesgo de sufrir nuevos episodios violentos. El Estado, que tiene como primer deber mantener el orden público, una vez más parece estar flaqueando en un campo de importancia crucial.