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Editorial
Miércoles 29 de octubre de 2025
Inmigración e identidad
El factor cultural plantea un reto clave.
Chile se ha transformado, en poco tiempo, en un país receptor de migrantes. Históricamente, quienes llegaban a vivir aquí desde otros países representaban cerca del 2% de la población —en 1992 la tasa era de solo 0,8%—, lo que empezó a cambiar aceleradamente en la década pasada. Hoy, cerca del 9% de quienes habitan en Chile han nacido fuera de sus fronteras.
Parece inevitable que un cambio tan brusco genere tensiones y paradojas. De hecho, según la Encuesta Bicentenario UC 2025, el 57% de los consultados cree que con la llegada de inmigrantes el país está perdiendo su identidad. Ello habla de una sensación de desdibujamiento de las tradiciones, valores y costumbres: la idea de que los códigos compartidos, que daban cohesión social, se están erosionando.
Pero ese temor convive con una paradoja. Aunque la percepción de exceso de inmigrantes alcanza al 85% de la población, un 53% declara haber tenido buenas o excelentes interacciones con ellos, y solo un 10% reporta experiencias negativas. Adicionalmente, el dato de que un 59% apoya la igualdad de derechos para extranjeros con residencia legal muestra que, pese a los temores, subsiste un sentido de justicia y de apertura. Ello aunque, por otra parte, la percepción de que entre chilenos y migrantes existe un gran conflicto alcanza al 77% de los encuestados. ¿Cómo entenderlo? Es probable que el fenómeno de la inmigración ilegal y su impacto sobre la seguridad pública explique en buena medida las percepciones más negativas, sin perjuicio de que al mismo tiempo los ciudadanos mantengan una buena convivencia con la mayoría de los extranjeros. Por otra parte, los grandes números y los promedios pueden esconder realidades muy disímiles entre distintos lugares del país o incluso entre barrios.
En este contexto, el factor cultural amerita una especial atención. La experiencia de naciones como Francia o Alemania frente a los flujos migratorios de África o Medio Oriente habla de problemas reales en este ámbito, marcados por el choque entre culturas disímiles y la conformación de guetos. Por cierto, esa no es la única realidad. Las grandes naciones del llamado Nuevo Mundo, como Estados Unidos, Canadá o la misma Argentina, forjaron sus identidades modernas a partir de la migración. Con todo, el hecho de que hoy el tema vuelva a ser en varios de ellos motivo de conflicto habla de una situación dinámica y siempre desafiante.
Por lo mismo, los temores culturales que empiezan a manifestarse en Chile no deben ser desestimados en nombre de una suerte de cosmopolitismo irreflexivo. La existencia de una identidad nacional fuerte, sustentada en una historia y valores comunes, constituye un patrimonio que nos cohesiona. Una inmigración ordenada debiera contribuir a enriquecer esa identidad, aportándole nuevos elementos y matices, pero sin pretender desplazarla. El compartir con la gran mayoría de los inmigrantes un mismo idioma y raíces similares debiera facilitar los esfuerzos integradores, donde el sistema educacional está llamado a jugar un papel crucial, acogiendo a quienes llegan, pero también transmitiendo aquellos valores que han hecho de Chile el país que es. No es poco lo que allí se juega: si el Estado y la sociedad fallan en el desafío de la integración, el riesgo de la anomia y la fractura social emerge inevitablemente.