Hoy 3 de octubre, Alemania celebra 35 años de su reunificación, en 1990. Y para quienes vimos la caída del Muro de Berlín en televisión, aquel noviembre de 1989, parece increíble que haya pasado tanto tiempo. Es que esa imagen simbolizó el comienzo del fin de la Guerra Fría y el primer paso de un desafío monumental: unir un país dividido tras la Segunda Guerra Mundial, con economías, instituciones y culturas políticas opuestas.
La reunificación no fue solo una ceremonia ni un discurso en la Puerta de Brandeburgo. Fue un esfuerzo titánico de integración social, económica y emocional, en gran medida liderado por el entonces Canciller Helmut Kohl. Miles de millones de marcos transferidos al este, infraestructura renovada, industrias enteras privatizadas o reconvertidas. Y, sobre todo, una voluntad política sostenida de construir un proyecto común en democracia. No hay manual para unir dos Estados en uno sin violencia, pero Alemania lo logró con paciencia y memoria.
Tres décadas y media después, ese esfuerzo ha dado sus frutos. Alemania es hoy uno de los motores económicos más importantes de la Unión Europea (UE) y uno de sus referentes políticos. Basta mirar las instituciones comunitarias para comprobarlo: alemanes han presidido el Parlamento Europeo (Martin Schulz), encabezan la Comisión Europea (Ursula von der Leyen) y han sido piezas clave en el Consejo y la diplomacia europeos. Berlín no solo influye por su peso demográfico, sino porque asumió la integración europea como su propia razón de ser.
Ese compromiso se refleja también en su política exterior. Por ejemplo, tras la invasión rusa a Ucrania en 2022, Alemania rompió con décadas de cautela y destinó fondos especiales para reforzar su defensa y apoyar a Kiev. Desde entonces ha suministrado armas, acogido refugiados y empujado a la UE a pensar en la reconstrucción y eventual adhesión ucraniana. Es un giro histórico que combina pragmatismo y valores: respeto a la democracia, defensa de libertad y apoyo al multilateralismo.
Para Chile, la efeméride no es ajena. Nuestra relación con Alemania tiene raíces profundas: desde la migración del siglo XIX hasta la cooperación científica y tecnológica actual. Alemania es hoy un socio clave para proyectos de energías limpias, innovación y cambio climático. En tiempos de incertidumbre global, contar con aliados que combinan poder económico con principios democráticos es más que un lujo: es una necesidad.
Treinta y cinco años después, la lección alemana sigue vigente. Los muros caen, pero las fracturas tardan en sanar. Unir, integrar, reconciliar no es un acto, es un proceso. Y ese proceso pudo convertir a un país dividido en un pilar de la democracia y la estabilidad internacional. Desde Chile, bien vale mirar a Alemania no solo con admiración, sino con atención: ahí hay pistas de cómo se construye un liderazgo duradero.
La experiencia alemana también muestra que la reconstrucción y la unidad no son neutras: exigen liderazgos con visión, instituciones sólidas y ciudadanos comprometidos. No basta con derribar muros físicos; se requiere desmantelar prejuicios, tender puentes y mantener la memoria viva para que las fracturas no reaparezcan en nuevas formas de extremismo. Ese es quizá uno de los retos actuales de Alemania y de toda Europa, frente al ascenso de fuerzas populistas que apelan al desencanto y la desconfianza.
Para países como Chile, que atraviesan procesos de tensiones políticas y búsqueda de nuevos consensos, la trayectoria alemana ofrece un espejo útil. Muestra que la democracia no es solo un sistema electoral, sino un proyecto de largo plazo en el que integración y desarrollo van de la mano. Aprender de esas lecciones —sin idealizar ni copiar— puede ayudarnos a fortalecer nuestras propias instituciones en tiempos de incertidumbre global.
Alberto Rojas M.
Director del Observatorio de Asuntos Internacionales, de la Escuela de Periodismo de la Universidad Finis Terrae