La sostenibilidad fiscal refiere a la capacidad de los Estados para cumplir los compromisos adquiridos con la ciudadanía, en el presente y el futuro, independientemente de las circunstancias cíclicas de la economía. Un Estado altamente endeudado es un Estado frágil, que cuando requiera dar un impulso a la economía, puede no contar con espacio para hacerlo. O que, en circunstancias difíciles, pueda verse obligado a priorizar el pago de intereses por sobre otros compromisos.
Más allá del tono del debate electoral, la situación fiscal chilena —en resumidas cuentas, una deuda pública bruta de 42 puntos del PIB— no es en sí preocupante. En términos comparativos, la deuda está en un nivel bastante por debajo de la de países de similar desarrollo y ni cerca de la mitad de la de los más avanzados. Ello se traduce en una muy buena calificación de riesgo y un bajo premio por riesgo soberano.
Lo que es preocupante no es el nivel de la deuda, es su tendencia. La deuda bruta ha crecido sistemáticamente desde un 4% del PIB en 2007 al 42% actual. No hay un solo año en los últimos 17 en que la deuda no haya crecido como fracción del PIB. La deuda neta de activos ha evolucionado de manera similar. Asimismo, en buena parte de este período, los gastos han superado los ingresos estructurales. Eso significa que sistemáticamente el fisco ha gastado más que sus recursos de mediano plazo, lo que, de no revertirse, puede volverse insostenible. Todo ello ha sucedido sin importar el signo del gobierno de turno ni la situación cíclica de la economía.
El debate fiscal ha puesto el foco en el tamaño de los recortes que se deben hacer, o de cuán lento debe crecer el gasto en los años que vienen, para cumplir con las metas fiscales. Las metas fiscales —deficitarias por lo demás— cumplen un rol importante: obligar a priorizar el uso de recursos al explicitar que son limitados. Pero la preocupación por una deuda creciente debe considerar factores que van más allá del cumplimiento de una meta de balance fiscal.
En particular, las necesidades de financiamiento son más amplias que la cobertura de déficits. En efecto, se necesitan recursos para capitalizar a las empresas públicas, cumplir con algunos requerimientos legales como los aportes anuales al Fondo de Reserva de Pensiones, recomprar cartera del CAE y pagar bonos de reconocimiento, entre otros. Por motivos contables, nada de ello aparece en el balance fiscal y arriesga no recibir la atención que merece. En promedio, el déficit estructural anual en los últimos 17 años ha sido del 2% del PIB, mientras que estos requerimientos de capital han representado anualmente otro 1,5% del PIB, de acuerdo con estimaciones del CFA. Son montos que explican una parte relevante del crecimiento de la deuda.
A ello se suman otros compromisos que podrían hacerse exigibles, como las garantías estatales a las deudas de empresas públicas, las concesiones de obras públicas y los depósitos bancarios, además de eventuales demandas contra el fisco. De acuerdo con el último Informe de Pasivos Contingentes de la Dipres, el stock de estos pasivos —el monto máximo de la eventual obligación financiera si todos los riesgos se materializaran— alcanza el 10% del PIB. Al 2010 era del 4%.
Otro factor a considerar es el insuficiente reconocimiento de la incertidumbre en torno a las implicancias fiscales de los proyectos de ley. En particular, se han aprobado en el Congreso nuevos beneficios, valiosos para la ciudadanía como la PGU, que usan recursos cuantiosos, pero que se legislan junto a nuevas fuentes de ingresos que luego no rinden lo esperado. Es el caso de la reforma tributaria del segundo gobierno de Bachelet y de la Modernización Tributaria y revisión de exenciones legisladas en la segunda administración de Piñera. Quién sabe qué sucederá con la recaudación de la Ley de Cumplimiento Tributario del Gobierno actual que se espera rinda 1,5 puntos del PIB y que ya están destinados al reajuste de la PGU y nuevos gastos en seguridad.
Así como los ingresos de tributos nuevos son difíciles de proyectar, los gastos asociados a programas nuevos también lo son. Ello no queda necesariamente registrado en los informes financieros que acompañan a los proyectos de ley. Las proyecciones de gasto requieren de la modelación detallada del comportamiento de los potenciales beneficiarios de programas que en ocasiones son altamente complejos. Por ejemplo, los estudiantes actuales y futuros, los deudores del CAE, las instituciones de educación superior y los gobiernos que vienen verán afectados sus incentivos de aprobarse un proyecto como el de Financiamiento de la Educación Superior (FES) y pueden cambiar su comportamiento de múltiples maneras. Pero el Informe Financiero no refleja esa incertidumbre. Algún esfuerzo se hacía en esta línea en los informes de productividad que acompañaron a algunos proyectos de ley con alto impacto potencial hace unos años.
El reciente informe de la Comisión Asesora para Reformas Estructurales al Gasto Público ofrece ideas valiosas para asegurar la eficiencia y pertinencia del gasto público. A este objetivo es importante agregar que las metas fiscales sean exigentes, pero a la vez realistas, y que se explicite una mirada más amplia de las necesidades de financiamiento fiscal. Finalmente, la sostenibilidad fiscal requiere de más cautela a la hora de tomar nuevos compromisos.