En 1978 estaba invitado a una universidad norteamericana a dar una charla. Cuando llegué al aeropuerto, a la salida del avión me esperaba un académico que me informó que sería un huésped en su casa y que esa noche ofrecería una cena a la que estaban invitados varios profesores. Sorprendente y excesivo.
Luego dio una luz acerca de tanta amabilidad. A fines de los años 30 él era un niño que vivía en Alemania, hijo de una familia judía próspera, y cuando las cosas los nazis las pusieron feas, como precaución fue enviado a Londres. Estalló la guerra, el genocidio y perdió todo contacto con sus padres, salvo saber que habían sido llevados a un campo de concentración.
Terminado el conflicto, inició su búsqueda, que se extendió hasta que, a inicios de los años 50, recibió el llamado de una organización dedicada a lograr el reencuentro de familias sobrevivientes del Holocausto para decirle que vivían en un puerto del Pacífico llamado Valparaíso.
Medio siglo después, esa historia vuelve a mi memoria cuando la TV muestra esa marcha de tristeza y desamparo que la componen cientos de miles, incluidos multitudes de niños, que en Gaza luchan por no morir de hambre, mutilados de guerra, cargando unas pocas pertenencias que son la exhibición de su miseria, desplazados sin rumbo en medio de una ciudad que ya no es sino una masa de escombros.
Aunque los actos y responsabilidades son similares, pero no idénticos, la pregunta es cómo puede repetirse esta historia de horror y de crueldad, y donde los principales victimarios son dos comunidades —Alemania y la judía— que figuran entre los grandes contribuyentes a la cultura occidental, las artes, la física, la música. ¿Cómo entender que esas sociedades, ante sucesos tan abominables, no tuvieron la capacidad de reaccionar respecto de esos actos?
Netanyahu merece las peores calificaciones éticas y políticas, pero reducir esta responsabilidad a su persona y gabinete es simplificar el problema.
Siendo admirador de la nación judía y defensor de la idea de dos Estados, no puedo dejar de representar que aquí hay una responsabilidad que trasciende los límites del Estado de Israel, lo que no obsta a reconocer lo que prominentes políticos y académicos de origen judío han hecho para impulsar la democracia y los derechos humanos en diversos lugares del mundo y también en Chile.
Una parte importante de los miembros de esas comunidades están en riesgo de caer en una falta que no es penal ni punible en los tribunales, sino moral. Personas que sin participar directamente en los crímenes facilitaron el castigo de perseguidos indefensos a través de lo que los Mitscherlich, para circunstancias distintas, describieron como innumerables decisiones y acciones culpables que fueron el resultado de una inaceptable adhesión, obediencia y sometimiento al poder.
Al igual que en otras violaciones masivas de derechos humanos, “la posibilidad de que sucediera todo lo que sucedió... (fue también) el resultado de una obediencia increíble”. Eran muchos los que sabían de los abusos, su gravedad y masividad, pero que frente al conocimiento de los crímenes callaron y con su silencio, pasivamente, contribuyeron al mal.
Es cierto que para las comunidades judías no son tiempos normales y que en ellas no pocos han abandonado la confianza en la democracia y el derecho, o sucumbido al miedo de ser acusados de traidores por criticar esos crímenes. En las políticas de “desnazificación” aplicadas después de la II Guerra, a estos se les llamó mitlaufer (“los que seguían la corriente”), que se caracterizaban no por cometer los abusos, sino por su apatía ante el crimen, el conformismo, la ceguera o el oportunismo (Schwarz).
El régimen de Netanyahu, aislado como un paria, más luego que tarde va a caer. Cuando eso suceda, los actos que mencionamos aparecerán más nítidamente como lo que siempre han sido: crímenes; objetos de culpa y vergüenza; ofensas que han causado enorme daño a la respetabilidad de la comunidad judía y al Estado de Israel. Hace dos años, en estas mismas páginas, decía que Netanyahu estaba escribiendo un nuevo capítulo de lo que Bárbara Tuchman, al analizar distintas guerras —desde la de Troya hasta la de Vietnam—, describiera como “la marcha de la locura”, esto es, gobiernos que implementan políticas que niegan y arruinan su historia e intereses. Una locura que hay que condenar y ante la que no es posible callar.