El debate respecto de la eutanasia ha vuelto a la discusión pública. Muchos de sus detractores han intentado caricaturizar el propósito que anima a sus partidarios. Afirman que, si se legaliza, las personas afectadas de graves males podrían ser consideradas un estorbo dispensable, lo que devalúa la vida humana y, con ello, su sentido más profundo. Permitirla significaría aceptar que las vidas humanas no tienen la misma dignidad, porque valoraría a las personas según su vitalidad, como si fuesen una mercancía que admite distintas categorías.
Esa forma de entender la eutanasia dista mucho del propósito que hay tras su propuesta. Permitir la eutanasia no busca deshacerse de vidas descartables, ni de terminar intencionadamente con la vida de terceros por parte de terceros. Por el contrario, consiste en dar la oportunidad a quienes lo deseen, pausada e informadamente, de solicitar ayuda para terminar con un sufrimiento terminal insoportable, que priva de sentido a su existencia, sin castigar a quienes colaboran para conseguirlo. En otras palabras, su propósito se basa en algo muy distinto a considerar la vida como una mercancía transable; se sustenta moralmente en la compasión que los seres humanos sienten ante el sufrimiento ajeno, y por eso permite a estos que interrumpan ese estado, si así lo desean, por los medios menos traumáticos posibles, y con la ayuda de especialistas dispuestos a hacerlo.
Una legislación de ese tipo requiere, por cierto, de procedimientos reglados. Puede haber un legítimo debate respecto de sus detalles, pero estos deberían incluir que el paciente incurable esté “capacitado y consciente” (o haya establecido condiciones objetivas previamente), que formule su demanda de manera “voluntaria, reflexionada y repetida”, y que se constate que sufre un padecimiento insoportable, sin esperanzas de mejoría. También que se haya informado al paciente de su situación y de sus perspectivas de futuro, además de la certificación médica que compruebe el cumplimiento de las anteriores exigencias, procurando con ello minimizar la posibilidad de manipulación de la voluntad del paciente por terceros, parientes o no.
Al respecto, una de las principales razones que se esgrimen en contra de la eutanasia es la posibilidad de coacción de terceros. Y aunque es cierto que este es un punto delicado, que requiere un tratamiento cuidadoso, la manipulación de la voluntad del paciente también puede ocurrir sin que la eutanasia se haya aprobado. Por ejemplo, quienes se oponen a ella están dispuestos a que las personas no acepten un tratamiento cuyo fin sea prolongar artificialmente la vida. Pero eso también es susceptible de manipulación.
A su vez, prohibir la eutanasia activa —con ayuda de terceros— o pasiva —sin ella— significa condenar a los pacientes terminales a prolongar su sufrimiento en contra de su voluntad. La libertad de las personas debe incluir el derecho al bien morir, de modo que si desean terminar con su padecimiento y el que, por esa razón, sobrellevan sus seres más cercanos, puedan hacerlo sin contravenir la ley. Mal que mal la libre voluntad personal debe estar por sobre el Estado.
Se trata de un derecho que, ejercido con los resguardos del caso, como los mencionados, no produce daño a terceros, y alivia la situación subjetiva de las personas que se encuentran en ese lamentable estado, especialmente a quienes los cuidados paliativos solo consiguen prolongar sus sufrimientos.
Asimismo, tratar de circunscribir el debate a “eutanasia versus cuidados paliativos” también es artificial, puesto que ambos son perfectamente compatibles. Permitir la eutanasia no implica abdicar de la opción de los cuidados paliativos, y escoger los cuidados paliativos no debería impedir que la persona, si no encuentra en ellos el alivio que buscaba, tenga la opción de optar por la eutanasia.
Es importante establecer que el derecho al bien morir no impone ninguna obligación a las personas que, por razones religiosas o de otra índole, no acepten utilizarlo. En cambio, prohibir la eutanasia obliga a todos a adoptar el criterio de estos últimos. Es más, no resulta razonable que quienes consideren la vida “un don”, cuyo término no forma parte de su potestad, quieran imponer ese criterio al resto. Quienes consideren que su vida sí les pertenece, y que, por lo tanto, deseen ponerle término en las condiciones regladas que al respecto una cuidadosa legislación establezca, deberían poder hacerlo.
Francisco Covarrubias
Álvaro Fischer