El titular de una columna del periodista Carlos Pagni en La Nación resume el clima político de Argentina hoy: “Milei ya no es el Emperador”.
En menos de dos semanas, ha enfrentado tres derrotas. La primera, en las elecciones legislativas de la Provincia de Buenos Aires. La segunda, cuando la Cámara de Diputados rechazó los vetos a mociones que destinaban fondos a las provincias, universidades y al hospital pediátrico Garrahan, muy querido por los argentinos y cuyo presupuesto fue recortado por el gobierno. La tercera fue al día siguiente, con el rechazo de esos vetos en el Senado. Lo que vino después no sorprende: aumento del riesgo país, subida del dólar, etcétera.
Es cierto que los vecinos viven una crisis desde hace muchos años. La elección de Javier Milei en noviembre de 2023 fue una de sus consecuencias. Hartos de todo lo demás, de la corrupción y una inflación que se devoraba los salarios en pocos días, los argentinos eligieron al outsider de discurso incendiario, que proponía una revolución liberal, el fin de la casta, déficit fiscal cero y “domar” la inflación (un verbo que sus seguidores usan insistentemente en las redes, lo que ya indica el ánimo que los entusiasma).
Hay un momento, sin embargo, en que los acting estrafalarios y la verborrea agresiva deben guardarse en el clóset para hacer, ni más ni menos, que lo único que sostiene a un gobierno y le permite mantener su hoja de ruta: política, apego a las instituciones, respeto por la opinión pública y una dosis de sensibilidad, perfectamente compatible con los principios de la libertad.
Es cierto que Milei ha cumplido varias de sus promesas. La inflación ha bajado del 200% cuando recibió el mandato a cerca de 30% en el último año. Puso fin a la entrega de subsidios sociales a los “punteros” —que recortaban una tajada— y hoy se asignan directamente. Y la pobreza, aunque sigue siendo escandalosamente alta, ha caído de manera significativa en el último año. Y por esas razones mantiene una aprobación sobre el 40%.
Pero nada de eso es suficiente si el ajuste fiscal afecta a millones de personas. Cuando la paciencia social empezaba a agotarse, en lugar de ampliar sus alianzas y balancear una alta autoestima con algo de modestia, Javier Milei ha dinamitado sus relaciones políticas. Se peleó con su vicepresidenta, Victoria Villarruel, a la que niega incluso el saludo institucional; califica de “ratas asquerosas” y “liliputienses” a quienes plantean diferencias con sus decisiones, y “ensobrados” a los periodistas que escrutan, critican o informan sobre eventuales casos de corrupción en su gobierno.
Milei nunca tuvo mayoría propia en el Congreso, pero contaba con los parlamentarios del PRO y un sector de los radicales, que respaldaron incluso sus reformas más impopulares. Hasta que optó por humillar al macrismo en las elecciones de la Ciudad de Buenos Aires; someterlos en la siguiente elección a una lista con el nombre y colores de su partido, La Libertad Avanza, y abrir competencias para amenazar a quienes respaldaban públicamente sus políticas.
El peronismo se soba las manos y la calle ha vuelto a ser protagonista. El gobierno, lejos de apaciguar los ánimos, responde apelando a la épica de la batalla cultural. La advertencia implícita que transmite su entorno más fiel al resto es la obediencia o ser lanzados a la esquina de los enemigos.
No ha sido buena idea erigirse desde la pureza inflexible, la descalificación moral y el monopolio de la valentía para confrontar con los adversarios. Un ánimo que ronda también en la elección presidencial de Chile. Y estamos viendo sus resultados en tiempo real al otro lado de la cordillera.