Un peladero en Vitacura. Ocupado únicamente como estacionamiento para las elecciones. Nada más.
Ni un árbol. Uno que otro espino. Una que otra lagartija.
Un lugar donde confluyen tres autopistas, alejado de cualquier zona residencial.
Un proyecto millonario de Cencosud para desarrollar el lugar.
Oposición férrea de los vecinos. Oposición férrea de muchos apoderados del Saint George. Y, ahora, oposición férrea de las “comunidades indígenas”.
De alguna manera, el mall de Vitacura se transformó súbitamente en el emblema de la “permisología”. Ya no es Las Salinas. Ya no es Dominga. Ahora es Vitacura.
Los vecinos diciendo que van a colapsar las tres carreteras (curioso, cuando la mayor ocupación de los malls es en los fines de semana) y los apoderados reclamando que no puede haber un mall al lado de un colegio (cuando existen cientos de malls en Chile y en el mundo que están al lado de colegios).
Es legítimo propiciar que las cosas se hagan bien, pero el intento de detener el desarrollo —porque sí— es absurdo. Y contraproducente. Más aún cuando algunos de los que reclaman contra la “permisología” del país son quienes están intentando “botar” el mall de Vitacura.
Es cierto que el mundo inmobiliario, en general, ha sido poco cuidadoso con la polis (con excepciones como el MUT) y es cierto que el propio Cencosud en el proyecto del Costanera Center no fue particularmente amable con la ciudad.
Pero los argumentos con los que intentan detener el progreso no se sustentan.
Si hubiera dependido de los vecinos, Atenas nunca habría tenido murallas porque bloquean el paisaje, ni Florencia una cúpula de Brunelleschi, por la sombra que le da a la plaza.
Pero cuando ya parecía que nada podía faltar apareció la Conadi a escena. Levantó la existencia de una ruca a ¡3,2 kilómetros! Advirtió que la distancia física no debería ser el único criterio para definir si existe afectación. Insistió en que el enfoque debe ser más integral, incluyendo la cosmovisión indígena, los usos tradicionales del territorio y las formas de organización comunitaria “que pueden no estar visiblemente conectadas al área del proyecto”.
Pero si ya todo es insólito, el Estado, a través de la Conadi, exigió la necesidad de realizar la ceremonia “Trafquintun”, mediante la cual se solicita a los antepasados el uso de la tierra y se pide permiso a los espíritus dueños del lugar, con el propósito de que la intervención no sea disruptiva y que las energías puedan trasladarse a otro sector.
¡El Estado, la creación moderna de la racionalidad, exigiendo invocar a los espíritus!
No se trata de criticar las creencias que puedan tener indígenas, católicos o protestantes. Cada uno puede creer lo que quiera. Lo que no puede ocurrir es que el Estado invoque a ellas como requisito de realizar un proyecto. Es un retroceso civilizatorio. El Estado se rige por normas humanas y racionales. Invocar a cualquier espíritu, de la religión o cosmovisión que sea, es simplemente incompatible.
Las creencias, como decía Jefferson, son un asunto que queda únicamente “entre las personas y su Dios”. El Estado no tiene nada que hacer en ese terreno.
Si ya es criticable que una organización que tiene una ruca a 3,2 kilómetros tenga derecho a opinar (como también que los vecinos que tienen sus propias rucas hacia el otro lado), lo de los espíritus superó todo lo visto.
Lamentablemente además es contraproducente.
El esfuerzo que debe hacer el Estado por promover que los pueblos originarios conserven su patrimonio cultural y para que el resto de la sociedad pueda valorarlo, se ve afectado severamente por cosas como estas. Y, de paso, recuerdan que normas como estas, que están deteniendo artificialmente el progreso, el crecimiento y la inversión, claramente deben ser modificadas.
Tal vez hay que apelar a Weber para recordar que la legitimidad del Estado moderno se fundamenta principalmente en “la competencia objetiva fundada en reglas racionalmente establecidas”.