Polémica generó esta semana la participación de los candidatos presidenciales en el seminario anual de Moneda Patria.
Hizo noticia Kast por su supuesta intención de gobernar por decreto. Los que estuvimos ahí sabemos que no fue eso lo que dijo, sino algo más modesto y de sentido común —y que Evelyn Matthei había dicho ya hace rato—: que se deben usar las facultades legales del Ejecutivo en todo lo que se pueda para resolver nudos pendientes. ¿O alguien cree razonable dejarlas sin usar mientras los problemas se acumulan?
Generó discusión Jara por su enésima contradicción en su intento infructuoso por mostrarse moderada. Afirmó que no había aprobado retiros previsionales después del segundo, lo que un rápido chequeo confirmó como falso. Ella dice que no, que la culpa es de los medios porque la leyeron de forma muy literal. ¿Qué tal?
Pero quizás lo más interesante del seminario no fue nada de eso, sino cómo la participación de los aspirantes a La Moneda dejó entrever lo que parece ser la tensión subterránea más estructurante —y a ratos menos visible— de esta presidencial: la disyuntiva entre lo viejo y lo nuevo. Entre seguir funcionando con las lógicas y categorías que han condicionado nuestra política por años ya, o reconfigurar el tablero para abrir un nuevo ciclo más consistente con los desafíos y oportunidades que Chile enfrentará en lo que viene.
Las estrategias de Kast y Jara son evidentes. Él apela al miedo: al que muchos sienten por la escalada del crimen y al que otros sienten de caer en el comunismo. Ella, aunque en un envoltorio azucarado, toca la fibra del resentimiento contra los que tienen más.
El martes en el hotel W, Kast usó láminas color rojo intenso para describir el estado de emergencia y amenaza del país. Habló de la hoz y el martillo, aunque sin nombrarlos. Jara atacó a las AFP, acusándolas de cuidar sus intereses en contra de los afiliados. Dijo que no irá más a debates en salones como ese porque ella va a estar en contacto directo con el pueblo, que no tiene los recursos para organizar eventos así. Suma y sigue, de lado y lado. La receta es conocida.
La paradoja es que, aunque por edad Jara o Kast podrían representar lo nuevo, ambos nos empujan a seguir funcionando con las lógicas del pasado.
En el caso de Jara es muy obvio: no hay nada más añejo que la lucha de clases, ni políticas más fehacientemente fracasadas que las de la extrema izquierda. Y cuando dicen desde ese sector que Kast va a gobernar por decreto, ¿qué es lo que en el fondo insinúan? Que el republicano sería una versión contemporánea de la dictadura. No es verdad, y la izquierda lo sabe. Pero no le importa, porque operar con esas coordenadas, tocar esas teclas, moviliza a parte de sus huestes. La extrema izquierda ha jugado esa carta sin cesar desde los ochenta. No hay ahí nada nuevo.
La alusión de Kast al pasado es casi literal: sus ejes empiezan con el prefijo “re”: recuperar, reconstruir… Nos dice que quiere devolvernos el Chile que tuvimos, el que, claro, en el estado de las cosas hoy, muchos miran con nostalgia. Chile puede ser un país mucho mejor del que fue en los noventa o los dos mil; pero nunca volverá a ser el mismo. Y tampoco volverá a la UP: un gobierno comunista sería una pésima noticia, pero el mundo y Chile ya no son los de la guerra fría.
Ahí está la trampa de esta campaña: tanto Kast como Jara, aunque hablan del futuro, lo hacen anclados en el pasado, en sus códigos, sus lógicas, perpetuando una manera de relacionarnos, de encasillarnos, que es en buena medida lo que nos tiene en el marasmo de mediocridad y desorientación en que estamos, girando en banda.
Ya lo vimos en los dos procesos constitucionales fallidos. Los extremos pueden, si apelan a las emociones más intensas de la población en una coyuntura, generar adhesión electoral pasajera. Lo hizo la extrema izquierda durante la borrachera octubrista y lo hizo la extrema derecha tras el hastío de los chilenos con la primera Convención. Pero eso no sirve para construir mayorías duraderas que permitan resolver los problemas que ha acumulado el país en distintas áreas.
Las políticas necesarias para resolver desafíos tan complejos como el crimen organizado, la inmigración, la caída de la productividad o el deterioro de la educación, dan frutos en el tiempo. No en cuatro años. En ningún problema complejo hay balas de plata. Lamentablemente.
Lo que se necesita es un proyecto que convoque al sentido común mayoritario. Que logre acuerdos amplios para atender con carácter las urgencias del presente y dibujar un horizonte de esperanza hacia el futuro.
Ahí está la oportunidad para Evelyn Matthei: en este ciclo electoral solo ella puede ocupar ese espacio, llenar ese vacío, convocando a personas que en el pasado estuvieron en distintos lados de la vereda política. Reconfigurando el escenario para las décadas que vienen.
Chile no necesita seguir zigzagueando de un lado a otro: requiere un esfuerzo sostenido por ocho, doce, veinte años, de políticas estructurales sensatas, bien diseñadas y ejecutadas por un equipo diverso y con experiencia, con amplio apoyo político y social.
Después de décadas agrupados según los ejes que nos marcaron en los ochenta, y después de tanta polarización y extravío, eso —y no lo que hoy se viste de novedad— sería lo verdaderamente nuevo.