En el presente mes —octavo del calendario— se tiene costumbre de celebrar a los que pasaron agosto, es decir, a quienes sobreviven a los duros meses de invierno.
Agosto es todavía un mes de invierno, pero en el que ha mejorado la luminosidad y acaso también las temperaturas, perfilándose ya la próxima primavera.
Parientes de una amplia y extendida familia, socios de un club, vecinos de algún barrio, feligreses de sitios mundanos: esos son algunos grupos que acostumbran convocarse para celebrar a los que pasaron agosto y cuentan con la expectativa de que el resto del año será un tiempo benevolente y promisorio. En un tradicional bar de Valparaíso, el propietario y las garzonas promovían la celebración desde los primeros días de cada agosto, y una pequeña multitud ingresaba al local a medianoche del 31 o en los primeros días de septiembre. Se comía algo y servía alcohol en abundancia, y el ambiente era de jolgorio y esperanza de un tiempo mejor.
Es lo que todos los años me contaban, porque nunca concurrí a esa popular celebración. No sé, me daba cosa, pudor, y eso que lo habitual en ese bar era que pasáramos algunas noches del año jugando dominó. Conocía a la mayoría de los parroquianos y podía sentirme como en mi casa. Pero había siempre algo que me inhibía, pudor, qué se yo, mientras que en la noche de cada celebración recibía algunos llamados telefónicos, ya en la cama, para recordarme que me estaban esperando.
La mayoría iba de traje y corbata y las dos puertas del bar —la de calle Cochrane y la de Blanco— no paraban de ser batidas por quienes ingresaban al recinto. El encuentro había que programarlo con antelación, porque eran numerosos los que querían festejar en más de un lugar y había que tener una agenda con las distintas fechas y sitios de la celebración. No querían perderse una. Cada uno de los que ingresaban a nuestro bar era recibido con gritos y aplausos, dirigiéndoles alguna expresión graciosa. Recuerdo una vez en que, muy formalmente vestido y llevando algún tipo de brillo en el pelo, un conocido contador auditor que tenía la costumbre de no pagar sus tragos, fue recibido a coro por toda la concurrencia: “¡Capitán Machete!”, ¡Capitán Machete!”, “¡Capitán Machete!”. Los vítores de esa vez se prolongaron un buen rato, hasta que el aludido hizo ademán de retirarse del lugar, pero fue prontamente levantado en andas por algunos de los eufóricos asistentes.
No más llegar agosto se piensa solo en pasar este mes y esperar a que termine. Los mayores se guardan, se cuidan, no salen, hasta se vacunan, para de ese modo no perderse ninguna de las celebraciones. Un querido amigo ingresaba al bar de los que pasaron agosto cantando a viva voz “Everybody loves somebody…”. Y créanme que cantaba bien y hasta con la voz de Dean Martin. En varias ocasiones le vi hacer esa performance, pero nunca estuve en alguna de las de agosto.
Vaya uno a entender qué me impedía incorporarme, y solo atino a pensar en mi resistencia al gregarismo. Lo mismo me pasa con el “Cumpleaños feliz…”, que un amigo que padece de lo mismo califica como “himno a la vergüenza ajena”.
Ese bar porteño ya no existe, pero perviven otros lugares para pasar agosto. Ninguna posibilidad de que yo aparezca este año, alejado de Viña del Mar y Valparaíso, pero estoy seguro de que en su momento, justo antes de dormirme, probaré esta vez con mi versión de “Everybody loves somebody…” .
Tal vez mi mujer me acompañe.