Es ineludible comentar el incidente en que se vio envuelta Jeannette Jara cuando se le representó el propósito —que su escueto programa de las primarias anunciaba— de nacionalizar el cobre y el litio.
¿Qué puede decirse —el deber enseña que todo hay que decirlo— de ese incidente?
Comencemos por examinar el contenido de las cosas que los políticos dicen.
El discurso político consta de dos tipos de enunciados. Algunos de ellos, la mayoría, son opiniones acerca de lo que es correcto o incorrecto de hacer, lo que es moral o inmoral, lo que sería prudente o imprudente de ejecutar. Todos esos enunciados no admiten se les califique de verdaderos o de falsos, puesto que no aseveran cuestiones fácticas con las cuales contrastarlos para saber si son verdaderos (si coinciden con los hechos que aseveran) o falsos (si no coinciden con ellos). Luego, respecto de esa amplia zona del discurso no puede exigirse la verdad así concebida (así concebida puesto que hay otras concepciones de la verdad que por ahora podemos dejar de lado). ¿Qué puede exigirse entonces al político en este caso? Lo que en este caso ha de exigírsele es sinceridad: que lo que dice refleje exactamente lo que piensa o lo que cree. Primera regla entonces: el político o la política han de ser sinceros, sus opiniones deben reflejar lo que efectivamente piensan.
Pero el discurso político no solo contiene opiniones, sino también aseveraciones acerca de estados de cosas que en un sentido amplio pueden ser consideradas fácticas. Por ejemplo, el político puede aseverar que el Producto Interno es tal o cual, o que la cesantía se corrige de esta forma de acuerdo con el saber económico mayoritario, o que las vacunas causan estragos en la salud, cosas de esa índole. Respecto de este tipo de aseveraciones obviamente la verdad cuenta y el político tiene el deber de decirla y si sabiéndola no la dice, es mendaz; y si no la sabe o la ignora, es ignorante.
Y, en fin, como el político tiene también conductas, puesto que tiene la posibilidad de hacer cosas o adoptar acciones (especialmente si obtiene el poder) todavía cabe preguntarse si además de ser sincero y veraz debe ser consecuente, es decir, hacer lo que dijo que haría. Pero si acaso la consecuencia es o no un deber, depende de si las ideas son buenas. La inconsecuencia es deseable cuando las ideas son malas, e indeseable si son buenas, de manera que la consecuencia no es un valor autónomo como sí lo son, en cambio, la sinceridad y la veracidad.
Luego, y a la luz de ese sencillo análisis (que puede aplicarse a cualquier discurso político y ojalá no solo al que usted rechaza, sino también al que es de su preferencia), puede concluirse que el político tiene dos deberes básicos en lo que atinge al contenido de su discurso: debe ser sincero, o sea, lo que dice debe ser lo que en efecto piensa o cree, y además debe ser veraz, es decir, sus aseveraciones deben corresponderse con la realidad a la que se refieren.
Un buen ejemplo de eso ha sido el Presidente Gabriel Boric. Se ha esmerado por ser veraz (y cuando no, se ha corregido prontamente), no hay duda de que es sincero, y en muchos casos ha tenido el acierto de la inconsecuencia, ahorrándose de esa forma graves errores.
¿En cuál de esos casos se encuentra Jeannette Jara en el incidente que recordaba al inicio?
No cabe duda de que no fue veraz, puesto que aseveró un hecho —un hecho negativo: dijo que su programa no establecía el propósito de nacionalizar— que resultó falso, puesto que el programa se proponía efectivamente nacionalizar el litio y el cobre. En consecuencia, o ignoraba el programa que sin embargo promovió, o decidió mentir. Lo que resta por saber, y puede ser incluso más relevante, es si acaso fue sincera cuando rechazó el propósito de nacionalizar: ¿cree de veras que no hay que nacionalizar en absoluto o lo cree de manera relativa, es decir, cree que no es posible hacerlo ahora?
Desde luego Jeannette Jara ha dado ocasión para examinar el tema de si fue en ese caso veraz y si acaso es sincera; pero son todos los candidatos los que deben ser sometidos cotidianamente a esta prueba, y el deber de quienes intervienen con ánimo imparcial en la esfera pública es aplicar esa, o cualquier otra prueba, a todos por igual. Porque si los políticos tienen deberes a cuya altura deben estar, quienes pretenden hacer su escrutinio también.