La rendición de la DC ante la candidata comunista marca como nunca el fin de una gran era de cooperación y moderación en la política chilena. Nos deja con nostalgia, no solo por la DC y sus grandes presidentes Aylwin y Frei, sino por la centroizquierda en general, incluido ese socialismo moderno con que Ricardo Lagos configuró su exitosa presidencia. Socialismo proempresa y promercado que no era tan distinto a la exitosa centroderecha de Sebastián Piñera y que, por tanto, permitía que hubiera un fructuoso consenso en el país.
¿Qué pasó? Parece que los seres humanos no estamos nunca satisfechos. Por algo tantos países caen —Chile para qué decir— en la trampa del ingreso medio. Por ese fatal impulso autoflagelante, impaciente, de querer ir más y más allá, con más y más velocidad, dejando atrás la buena gestión, para que vuele sin frenos el voluntarismo.
Una lástima porque fue muy exitoso ese socialismo moderno en el mundo.
Para mí, parte con la investidura de Felipe González, el 2 de diciembre de 1982. Él había observado el fracaso de la ley de nacionalización de François Mitterrand, promulgada solo diez meses antes, que había ocasionado una colosal fuga de capitales de Francia. González decidió ser resueltamente promercado, sin que eso le impidiera hacer reformas sociales. Fue reelegido tres veces. Enriqueció a su país y fue un gran ejemplo para nuestra Concertación.
Otro paladín de este socialismo moderno promercado fue Tony Blair, primer ministro laborista del Reino Unido entre 1997 y 2007. Su partido había llevado al país a la más oscura decadencia entre 1964 y 1979. Impuestos prohibitivos hacían que los jóvenes más talentosos emigraran. Al último invierno laborista, el de 1978-1979, le decían, citando a Shakespeare, “el invierno del descontento”, dadas las huelgas que paralizaban a un país dominado por sindicatos cercanos a Moscú.
Blair llega a ser primer ministro en 1997, tras haber hecho profundas reformas en su partido. En 1994 había logrado extirpar de sus estatutos el compromiso de expropiar “los medios de producción e intercambio”. Ya en el poder, lejos de desmontar las brillantes políticas liberales de Thatcher, que desde 1979 habían levantado el país, Blair las adoptó y profundizó.
El socialismo moderno permitió que hubiera también una derecha moderna en el mundo, y así como un Blair aprendió de Thatcher, los conservadores aprendían de los laboristas. Eso no es ser derechista o izquierdista cobarde. Es reconocer lo obvio: que no todas las ideas del adversario son malas, que los consensos y los acuerdos enriquecen a los países, dándoles predictibilidad jurídica. Y fortalecen a la democracia, cuya esencia es el diálogo, la apertura de mente, el respeto al otro, la disposición de aprender del otro.
Un gran ejemplo de todo esto fue el gobierno de Lagos. Promercado, proempresa, impulsor de concesiones que nos permitieron tener una infraestructura decente, a un ritmo hasta ahora no igualado ni cerca, Lagos pudo, a la vez, tomar medidas que la derecha tal vez no habría tomado, en salud o en la implementación —¡al fin!— de una ley de divorcio. Con Lagos parecía que el riesgo país había desaparecido. Con tanto consenso íbamos raudos a ser un país desarrollado.
Pero renació ese impulso de querer más y más. O de sentir vergüenza por haber sido racionales y modernos. Si bien aguantó hasta 2014, la exitosa Concertación dio paso a la Nueva Mayoría y allí se inició el desplome.
Las élites de antaño llegaban a acuerdos porque los problemas complejos requieren de soluciones complejas, en cuya elaboración nadie sobra. Da la impresión de que a la gente todavía le gusta eso, le gusta que haya acuerdos. Pero está obligada a escoger entre los candidatos polarizantes que las élites les proponen. La rendición de la DC —como si le avergonzara su moderación— demuestra lo lejos que hemos ido en el negativo camino de la polarización.