La victoria de Jeannette Jara en las primarias presidenciales del oficialismo ha vuelto a instalar una vieja pregunta en el debate político chileno: ¿es compatible el comunismo con la democracia? Esta interrogante remite a una tensión persistente en la historia política nacional, marcada por distintas comprensiones y disputas en torno al significado mismo de la democracia.
Desde su formulación en la segunda mitad del siglo XIX, el comunismo surgió como una crítica radical a la democracia liberal. Su horizonte era la supresión de la propiedad privada y de las clases sociales, lo que exigía —según sus teóricos— la destrucción del “Estado burgués” y la implantación de una “dictadura del proletariado”. La democracia liberal, con su división de poderes, pluralismo político y garantías individuales, fue juzgada por el comunismo como una máscara de dominación capitalista. De ahí que la tarea del comunismo no consistía en luchar por mejorar o corregir la democracia liberal, sino por reemplazarla.
Como mostró la historia del siglo XX, el experimento comunista se tradujo en el establecimiento de dictaduras y regímenes autoritarios de partido único, donde la centralización del poder, la eliminación del pluralismo político y la represión de la disidencia eran vistas como necesarias para alcanzar la sociedad sin clases. Los casos de la Unión Soviética, China, Cuba o Corea del Norte pueden ser comprendidos no como desviaciones accidentales del proyecto comunista, sino como parte de su experiencia histórica real.
En América Latina, sin embargo, la trayectoria del comunismo ha sido más ambigua. A la experiencia de Cuba se agrega el caso de Chile, donde el Partido Comunista participó tempranamente del juego electoral y adoptó una actitud institucional, aunque su inserción en la democracia representativa tuvo un carácter marcadamente instrumental. Su presencia en el sistema democrático no implicó una adhesión plena a sus principios, sino el uso de sus mecanismos para avanzar hacia un modelo distinto de democracia, definido como “popular”.
El caso más elocuente de esa ambigüedad fue el gobierno de la UP: entre 1970 y 1973 el PC protagonizó un proceso que buscaba una transformación radical de la democracia, el Estado y el régimen de propiedad, operando dentro del marco formal de la Constitución de 1925 pero sin renunciar a los principios revolucionarios del marxismo-leninismo. Esta ambigüedad quedó bien expresada en las definiciones de Luis Corvalán, entonces secretario general del partido, quien en su libro “Camino de Victoria” (1971) sostuvo que la “vía chilena” al socialismo no excluía el uso de diversos medios violentos, que debían ser entendidos como “parte de un proceso revolucionario que se desarrolla por la vía pacífica”.
Desde los años 90, el PC chileno ha mantenido esa ambigüedad. Por un lado, el partido ha logrado habitar la legalidad, articulando su proyecto dentro de los márgenes del orden democrático, ampliando progresivamente su presencia parlamentaria y asumiendo crecientes responsabilidades de gobierno desde Bachelet II.
Sin embargo, como evidenciaron las definiciones de Guillermo Teillier ante el “estallido social” de 2019 y el proceso constituyente, su inserción en el movimiento social no se limitaba a canalizar demandas dentro del sistema, sino a tensionar y desbordar los marcos institucionales de la democracia representativa, con miras a establecer un nuevo modelo político. El PC vio en los sucesos de octubre de 2019 un posible cambio en la “correlación de fuerzas”, que abría la oportunidad no solo de propiciar la caída del Presidente Piñera, sino de empujar la construcción de un nuevo orden político.
¿Cuál es esa democracia a la que aspiran los comunistas chilenos y con la que esperan reemplazar a la democracia representativa? La respuesta remite a la noción de “democracia popular”, en la que las decisiones emanarían de un poder “desde abajo” —asambleas populares, movimientos sociales, “territorios”— más que de mecanismos representativos y contrapesos institucionales. El respaldo a regímenes como el cubano ofrece pistas sobre esa conceptualización.
Para el PC chileno, Cuba no es una dictadura, sino una “democracia popular” —o una democracia especial, “distinta de la chilena”, como ha aseverado la propia Jara— que adopta formas alternativas a la democracia representativa. En la práctica, el modelo cubano consiste en un sistema de partido único, sin elecciones libres ni separación de poderes, donde la soberanía no reside en ciudadanos autónomos, sino en “órganos revolucionarios” que expresarían la voluntad del pueblo.
En el escenario presidencial actual, la candidatura de Jeannette Jara reabre un debate conceptual de fondo: no solo sobre las políticas que se proponen o el carisma de los candidatos, sino sobre qué entendemos por democracia.
José Manuel Castro
Instituto de Historia Universidad San Sebastián