En su breve ensayo de 1956 “Por qué no soy comunista”, el filósofo Bertrand Russell afirmó que los principios teóricos del comunismo eran “falsos” y que sus máximas prácticas eran tales que producían “un incuantificable incremento de la miseria humana”. De acuerdo con Russell, el principal referente de esta teoría, Karl Marx, poseía una “mente confusa” y su pensamiento estaba “casi enteramente inspirado por odio”.
Además, sugirió Russell, Marx era un fraude intelectual. Según el pensador británico, el autor de “El capital” estaba satisfecho con el resultado de sus teorías “no porque este concuerde con los hechos o sea lógicamente coherente, sino porque está diseñado para enfurecer a los asalariados”. Más aún, Russell explicó que ideas centrales de Marx, como el materialismo dialéctico, eran “pura mitología” que este difundía porque “su mayor deseo era ver a sus enemigos castigados, importándole poco lo que ocurriese a sus amigos en el proceso”. En otras palabras, a Marx no le interesaba en lo absoluto la verdad y manipulaba sus argumentos para engañar al público con fines políticos.
Nada ha cambiado desde que Russell formulara esas reflexiones. Tanto entonces como hoy, ser comunista significa abrazar una ideología totalitaria cuya naturaleza genocida es solo comparable a la del nacionalsocialismo alemán que, como se sabe, debe bastante al marxismo. La mentira y la perversión del lenguaje, así como un compromiso religioso con la violencia, son parte fundamental del credo comunista y, por tanto, todo quien adhiere a él es, necesariamente, un potencial peligro para la democracia liberal.
Esta última, por supuesto, puede ser usada por los comunistas como un medio mientras les sea útil para avanzar, pero si cambian las condiciones y se hace factible la dictadura del partido, los comunistas estarán ahí para destruirla y concentrar el poder total en sus manos.
Por eso no debe sorprender que, por razones de conveniencia, se disfracen momentáneamente de socialdemócratas. Esta misma lógica explica su postura respecto de los derechos humanos, los cuales esgrimen solo como arma política que permite darle ventajas al partido. Que los comunistas no tengan ningún problema en señalar que Sebastián Piñera, por ejemplo, era un violador de derechos humanos, mientras defienden la dictadura socialista de Cuba, da cuenta de que el suyo es exclusivamente un proyecto de poder al que la idea de derechos humanos debe ser funcional. No se trata de hipocresía, como muchos creen, sino de parte esencial de la doctrina totalitaria socialista, cuyo primer paso, como observó Friedrich Hayek en “Camino de servidumbre”, es la destrucción de la verdad para impedir el pensamiento racional.
En este contexto, que partidos de izquierda democráticos se alíen con una organización política cuya esencia colectivista y anticapitalista, como observó el mismo Hayek, es casi idéntica a la del nazismo, habla del débil compromiso de esos grupos con la sociedad abierta y democrática. Algo similar puede decirse de sectores de derecha que actúan como si los comunistas fueran un actor más del juego democrático, en lugar de un impostor que usa las reglas mientras le convenga. Estos grupos deben recapacitar y recordar la advertencia de Russell según la cual lo que hace particularmente “desastroso” al comunismo es “el abandono de la democracia” para ser suplantada por una minoría policial “cruel, opresiva y oscurantista”.
Por todo lo anterior, tal como hizo Russell en su época, declararse anticomunista hoy y actuar en consecuencia es un mínimo ético exigible a cualquiera que tenga un compromiso real y no tan solo aparente con la libertad y la democracia.
Axel Kaiser