Nuestro Chile, que ha sido rico en numerosas manifestaciones de su identidad nacional, está hoy pobre, paupérrimo en comportamientos de ética pública. No estamos exagerando: hemos llegado a un punto en que nuestras dos manos permanecen fijas en nuestra cabeza, porque estamos atónitos y desconsolados.
¿Qué ha llevado a tantas personas a tan reiteradas y tan graves faltas a la probidad? ¿Cómo se explica que las funciones públicas hayan sido degradadas por miles de individuos —algunos muy reputados, y muchísimos otros, anónimos— causantes de desfalcos, engaños, rendiciones no realizadas o presupuestos no ejecutados?
Todos somos humanos, y todos tenemos la tentación que nos inclina a la apropiación del dinero ajeno. Especialmente, al funcionario que dispone de las platas que administra el Estado, poco a poco se le va antojando que esos fondos son suyos. El cuento es viejo, repetido y por eso ha sido reiteradamente sancionado, pero ahora, como nunca antes, Chile lo padece en grado sumo.
En serio: ¿qué diantres está pasando con los comportamientos de tantos compatriotas que están colocando en un grado de enorme desconfianza las relaciones entre los ciudadanos de a pie y quienes son, teóricamente, sus servidores?
Se ha venido robando mucho; se ha venido despilfarrando mucho; y al menos, en muchos casos, se ha venido actuando con una negligencia que clama al cielo por los notables niveles de pobreza que aún existen, y que podrían haber ido bajando… si hubiese habido un mínimo de buena voluntad y de seriedad profesional, en esto y en aquello.
Han sido muchos —esta es una primera explicación— los que han actuado desde la grosera premisa de que al estar en una posición de acceso a fondos, no se debía desaprovechar la ocasión. Tenían la llave de la caja fuerte, y nadie iba a notar la merma, pensaban. Otros —una segunda razón— han creído que las tareas que realizaban —mal remuneradas, dicen— permitían una compensación monetaria que nivelara la supuesta injusticia de la retribución oficial. Y, ya de manera más burda, cuántos no habrán reflexionado en su interior justificándose con un “todos lo hacen, sería idiota no aprovechar”, convicción complementada con un “además, nunca me pillarán”. Así se ha generalizado el picaresco “no me den; pónganme donde ‘haiga'”.
Pero todas las explicaciones anteriores, pasadas por cedazo, conducen a una razón muy de fondo y mucho más dramática: es la penetración en las conciencias de la no conciencia. “No te preguntes si se debe o no se debe; ve si se puede o si no se puede; y si se puede, hazlo”. (No deja de ser significativo que ese mismo argumento se esgrima tanto en la ciencia como en la administración pública.) Es, efectivamente, la introducción en la propia conciencia de un mecanismo de vaciamiento por el cual la válvula de seguridad —que eso es la conciencia— ha sido desconectada e inutilizada. Una retórica pragmática —“¡hazlo, aprovecha, te corresponde!”— suena en el interior de esas personas, sin que encuentre un contraste con normas que podrían limitar tantos desvaríos y hacer reaccionar y rectificar.
A nadie puede sorprender que todo esto se haya masificado, después de décadas de prédica de frases tan atractivas como “cada uno tiene su moral” y “hay que actuar siempre de acuerdo a la propia conciencia” (lo que es correcto, pero se ha omitido el dato fundamental: hay que formarla bien).
Dorothy Pérez está haciendo su trabajo dentro de la mejor tradición de probidad republicana. Ahora corresponde que los Juan Pérez y las Juanita Pérez —o sea, nosotros, los ciudadanos— nos convenzamos de esa antigua máxima: “Con la ética, nada está garantizado; pero sin la ética, todo se arruinará”.