Señor Director:

Concuerdo con el señor Jorge Molina (carta del día miércoles) en que el perdón, que ciertamente es un acto espiritual, filosófico y profundamente personal, no se puede imponer ni esperar de otros. Menos aún de quienes llevan 50 años con la herida abierta, golpeando puertas infructuosamente para saber del paradero de sus seres queridos, con el alma partida por tantas evasivas, tantas esperanzas e ilusiones rotas, sin siquiera poder darles cristiana sepultura. Privados de esa cercanía y comunión que significa sentarse junto a su tumba con un ramito de flores en la mano. Todo mi respeto por su dolor.

La reconciliación, que es lo que a mí me motiva a sacar la voz, es distinta, ya que no pretende invadir el terreno privado, sino que se trata del público; es tomar la decisión consciente de que aunque ese dolor propio y personal nos acompañe mientras vivamos, hagamos un esfuerzo consciente por impedir que se transforme en ese odio paralizante que lo permea todo y que ha envenenado tan profundamente a nuestra sociedad.

Es ese odio el que ha degradado la política empujándonos hacia los extremos donde el bien del país deja de ser la primerísima prioridad, importa más mantener el poder con el fin de acabar con el otro, llegando a veces a extremos absurdos por lograrlo. Incluso la centroderecha y centroizquierda, que deberían ser primos hermanos unidos en una amplia coalición de centro, se distancian elevando muros de desconfianza que les impide ser relevantes.

Por eso la reconciliación es tan importante. Tender la mano al otro, olvidar el pasado y mirar hacia adelante con ojos limpios es lo único que nos permitirá unirnos con el fin de crecer y construir un futuro mejor para las nuevas generaciones. Ellos no deberían pagar este precio tan alto por nuestros rencores.

María Alicia Ruiz-Tagle Orrego