Paradójicamente, el anuncio presidencial de transformar Punta Peuco en un penal común ha devenido en un debate acerca de la posibilidad de perdonar a los violadores de los derechos humanos. ¿Es moralmente aceptable este planteamiento? ¿Valdrá la pena revivir este debate?
La medida, presentada como análoga al cierre del penal Cordillera de Piñera, no generó el entusiasmo en la izquierda que probablemente esperaba el Presidente. En cambio, despertó voces que abogan por perdón o clemencia para esos condenados. Varias de ellas han provenido de quienes sufrieron persecución en carne propia.
El sábado pasado, Ricardo Brodsky, quien dirigiera el Museo de la Memoria, luego de padecer el exilio y la clandestinidad, abogó por el perdón, calificándolo como “el único camino abierto a las personas para superar el trauma”. Agregó que no era un modo de claudicar, sino la fuerza ética que podía reconfigurar los vínculos de una comunidad quebrada. Recibió críticas. Algunos le hicieron ver que nadie podía requerir el perdón, pues era un acto personalísimo del agraviado. Las mujeres sobrevivientes de prisión política, tortura y violencia sexual durante la dictadura rechazaron este llamado, haciendo ver que, sin verdad ni juicio, el perdón no es reconciliación, sino coartada para los criminales y subrayaron que, estando dispuestas al diálogo, no cabía perdonar en su nombre.
Al Estado no le cabe perdonar los agravios que han sufrido algunos. Tienen razón quienes afirman que el perdón es un acto personalísimo. Quienes han padecido agravios podrían invitar a otros a perdonar, pero ese sería un diálogo privado, no uno público. En cambio, el Estado, y solo él, tiene el derecho a castigar y porque tiene ese derecho, también lo tiene a graduar las penas y a otorgar beneficios a los condenados. Todos los países civilizados radican, sin discusión, la prerrogativa de cuánto penar y de cuánto atenuar las penas en el Estado. Ambas cuestiones constituyen legítimas decisiones políticas.
La verdad y el juicio se imponen por razones de justicia y reparación. Se ha aceptado exonerar de juicio a quien es acusado de violar los derechos humanos solo si sus condiciones físicas o mentales no le permiten enfrentarlo. Alemania renunció a juzgar a Honecker, aquejado de un cáncer terminal y nadie llevó a ese país a un tribunal internacional acusándolo de amparar la impunidad. Sin embargo, obrar así impide que florezca la verdad judicial, tan necesaria para iniciar, desde ella, procesos de reparación y reconciliación. No resulta legítimo entonces amnistiar ex ante violaciones a los derechos humanos y moralmente lícito, aunque problemático, renunciar a juzgar imputados específicos, física o mentalmente inhabilitados para enfrentar el juicio.
Cosa distinta es la magnitud de la pena y la posibilidad de, luego de hacer verdad y castigar, tomar medidas de clemencia con el condenado. La clemencia no se tensiona con la verdad y puede ser exigida por la justicia.
Nuestro sistema jurídico no impide beneficios carcelarios, pero reconoce que es distinto otorgarlos a violadores de derechos humanos que hacerlo con delincuentes comunes, por lo que impone requisitos adicionales para aquellos, tales como el cumplimiento de dos tercios de la pena, en vez de la mitad, y haber confesado el delito o colaborado sustancialmente en su esclarecimiento o aportado antecedentes efectivos en otras causas análogas.
Esas reglas no son suficientes. Primero porque las autoridades que las aplican carecen del peso político para animarse a emplearlas en plenitud y segundo, y más importante, porque ellas no consideran las condiciones actuales de salud del condenado. Se afirma que en Punta Peuco y en otros penales permanecen recluidos ancianos con demencia senil o alzhéimer, que requieren de pañales. Claro que fueron unos monstruos, pero nosotros no lo somos, como respondía José Zalaquett.
Es que siendo monstruoso violar derechos humanos, también lo es mantener encarcelada a una persona que ya no recuerda su pasado, no sabe por qué está allí y en condiciones que recibe castigo no ya un ser humano, sino un cuerpo y una familia.
Si no queremos ser acusados de ser una sociedad monstruosa, que ya bastante lo somos en nuestras cárceles, urge alguna forma de aplicar clemencia a los condenados, según los problemas de salud física y mental que padecen. Solo el Presidente, con su capacidad de indultar, cuenta hoy con esta prerrogativa. Usarla, sin embargo, requiere no solo de humanidad, sino de un enorme liderazgo en estos tiempos de cancelación y de populismo penal.