En un foro organizado semanas atrás por la Cámara Chilena de la Construcción, la candidata Evelyn Matthei anunció que creará una oficina presidencial para destrabar proyectos estratégicos —minería, energía, construcción, plantas desaladoras—, la cual estará liderada por un exgerente de empresa que, cito, “tenga la vida solucionada y no necesite un sueldo del Estado”.
La frase pasó casi sin ruido. Algunos incluso la celebraron como una muestra de sensatez. Subyace en ella una vieja tesis: que los agentes del sector privado poseen un nivel de desprendimiento y un grado de eficiencia superiores a los del sector público. Pero no siempre es así.
Miremos lo que está ocurriendo en Estados Unidos. El Presidente Trump buscó un empresario —Elon Musk, el hombre más rico del planeta— para jibarizar un aparato federal acusado de ser fuente de corrupción y obstáculo para el crecimiento. Él hizo lo que sabe: supresión de agencias, despidos masivos, una gestión basada en los principios de un videojuego, con el ala oeste de la Casa Blanca convertida en un campus de jóvenes ingenieros.
Todo iba bien hasta que estalló lo inevitable: las desventuras de importar acríticamente la lógica empresarial a la política. Los intereses públicos, en efecto, no se optimizan en una hoja de Excel. La política no funciona como Polytopia, el juego de simulación preferido de Musk. Y lo más importante: la pulsión de control y el ego hipertrofiado de quienes lideran el mundo de los negocios no se disuelven al cruzar la puerta del Estado; se amplifican. La eficiencia sin responsabilidad democrática —lo mostró el magnate sudafricano— puede llevar al delirio.
El sueño de poner a los “elegidos” —empresarios con la “vida resuelta” desde el punto de vista económico, que por mera generosidad vienen a arreglar lo que los políticos no supieron gestionar— no es inocuo. Revela una noción de la experiencia humana según la cual bastaría la riqueza para suprimir las tentaciones, lo que es un simplismo horripilante. La concentración del poder económico y político en un grupo de elegidos puede abrir la puerta a formas tecnocráticas y autoritarias, insensibles al conflicto e impermeables al disenso. La tormenta institucional que agita a Estados Unidos es prueba de ello.
En Chile conocimos un sueño parecido: una administración pública dirigida por empresarios, altos ejecutivos, consultores y abogados de directorios, con un “tercer piso” formado por socios y amigos cuyo altruismo los inmunizaba de los conflictos de interés. El resultado fue una gestión elitista, desconectada del tejido social, insensible a los pequeños malestares que de pronto vuelven la vida un infierno.
Es hora de aprender que la idea de poner en puestos clave del Estado a figuras elegidas por su patrimonio y su éxito empresarial puede ser peligrosa. No se debe confundir mérito con patrimonio, ni vocación estatal con ánimo caritativo, ni liderazgo con eficiencia. Como se vio con Musk, el poder político transforma incluso —o sobre todo— a los que tienen la “vida solucionada”.
La política y el Estado, con todos sus límites, son el espacio donde se tramitan las diferencias, se moderan los intereses, se reconoce al otro como parte del juego democrático y se canalizan así los inevitables. Querer reemplazarlos por algoritmos, por criterios de rentabilidad de corto plazo o por agentes que se consideran “por sobre el bien y el mal” porque no necesitan un sueldo, es una fantasía peligrosa. Los elegidos para dirigir el Estado y la política se seleccionan y legitiman con los votos conquistados, no con el Ebitda alcanzado por sus empresas.
El Estado no necesita salvadores con “la vida solucionada”. Lo que requiere son instituciones sólidas, funcionarios capaces y autoridades dispuestas a rendir cuentas. Evelyn o Matthei —alguna de las dos— seguro lo saben.