Últimamente han menudeado las declaraciones en defensa de la democracia. Esto sucede cuando las cosas están mal. En este caso, son las encuestas las que acusan que en la ciudadanía cunde un desapego hacia esta forma de gobierno. Sus defensores recalcan que es la mejor forma de gobierno y que las elecciones periódicas permiten la alternancia de los grupos o partidos que conduzcan el gobierno, evitando la prolongación de aquellos que son rechazados por los electores. En resumen, traen a colación los principios que sustentan esta forma de gobierno.
Pero la desafección que ha ido creciendo últimamente no se refiere a sus fundamentos teóricos, sino a que en su práctica ha ido abandonando a las personas y sus problemas y necesidades más básicas y cotidianas, como son seguridad, educación, salud y expectativas de mejoramiento, por señalar algunas más notorias. En una palabra, que el régimen democrático se ha olvidado del “buen gobierno”, principio básico y legitimador de cualquier gobernante y sistema político, en beneficio de intereses particulares poco confesables que constantemente traban las acciones por las que claman las mayorías.
Frente a esta queja, más que una defensa de principios, cabe corregir los numerosos vicios que la acción humana va depositando a través del tiempo. Uno fundamental es la claridad legislativa que se ha perdido. Las leyes misceláneas encubren acciones tortuosas que contrabandean las más insólitas pretensiones. El exceso de normas administrativas vigentes permite imponer, oblicua y subrepticiamente, materias ajenas o públicamente rechazadas (el reciente acuerdo de La Araucanía, aunque no vinculante, reabre un camino rechazado); tenemos más de doscientas mil de ellas facilitando la confusión y los favoritismos. Leyes larguísimas en materias delicadas, como la reforma tributaria de Bachelet II y la reciente de pensiones, con 50 y 70 páginas del Diario Oficial respectivamente. En la de pensiones, el superintendente ya anunció que necesitará cincuenta reglamentos. El mundo político deberá velar por que el Estado no siga ausente ni que sea un peligro para la sociedad, sino un solucionador.
Que los políticos no hagan del ocultamiento la fórmula para lograr sus objetivos, como en el caso del cogobierno en la Universidad de Chile. Que no empleen el lenguaje para encubrir falsificando y distorsionando las palabras. La mejor defensa de la democracia está en la rectitud que debe respaldar a la actividad política.