El nuevo proyecto de Financiamiento de la Educación Superior (FES), impulsado por el Gobierno con la promesa de reemplazar el Crédito con Aval del Estado (CAE), no representa una mejora del sistema actual. Con la promesa de condonar el CAE se está tramitando un proyecto que no solo terminará afectando a los futuros egresados, haciendo más pesada la mochila de pagar su educación, sino que también bajo ese titular se esconde una nueva camisa de fuerza para las instituciones de educación superior, especialmente aquellas más complejas.
Vamos por parte. El primer gran error de este proyecto es su desconexión con las verdaderas prioridades educativas del país. En un momento en que la educación parvularia y escolar atraviesa una crisis profunda —alta deserción, baja cobertura, deterioro de aprendizajes, caída de la asistencia y episodios de violencia—, el Ejecutivo opta por destinar miles de millones de pesos a la educación superior, un nivel que hoy no presenta urgencias estructurales. Se priorizan obsesiones ideológicas por sobre las necesidades más urgentes del país.
En lugar de aliviar la situación de los jóvenes, el FES introduce un impuesto adicional sobre los ingresos de los egresados, en un país que experimenta bajo crecimiento, alta inflación y estancamiento de los ingresos reales. Este nuevo cargo, disfrazado de solidaridad, desincentiva el trabajo formal, fomenta la informalidad laboral y podría erosionar la base de cotizaciones y recaudación fiscal. Ya hay simulaciones que muestran que egresados podrían terminar pagando más que el costo de su carrera. Este mayor desembolso se acentúa en carreras como medicina y en algunas menciones de ingeniería civil, donde un 75% de la matrícula terminará retribuyendo al fisco por encima del costo de la carrera.
Lo más paradójico del proyecto es que su promesa de justicia redistributiva es solo un espejismo. El 78% de los deudores del CAE ya egresaron y más de un tercio de ellos gana sobre $1,3 millones mensuales. A muchos de ellos se les condonará entre 30 y 60 UF, es decir, entre $1,1 y $2,3 millones. El resultado: una transferencia directa de recursos desde el Estado —y, por tanto, desde todos los contribuyentes— a profesionales de altos ingresos.
Además, el FES impone una peligrosa dependencia del financiamiento estatal. La capacidad de una institución para innovar, mejorar su calidad o ampliar su cobertura quedará sujeta a la voluntad —y a la solvencia— del fisco. En lugar de fortalecer a las universidades y centros de formación para que desarrollen proyectos diversos, autónomos y de excelencia, se les amarra a una lógica de control administrativo y presupuestario que limita su acción. No se promueve la calidad, sino la estandarización; no se fomenta la competencia virtuosa, sino la igualdad por lo bajo.
Chile necesita una reforma seria, integral y técnicamente bien diseñada para la educación superior. No un experimento improvisado que desfinancia al sistema, castiga el mérito, deteriora la autonomía y paraliza el desarrollo. Ya hemos vivido esos experimentos, y las familias chilenas han pagado las consecuencias, con la reforma que hace 10 años instauró la tómbola, terminó con el financiamiento compartido y el lucro en establecimientos particulares subvencionados. ¿Se pretende hacer lo mismo con la educación superior?
Con el FES, el Gobierno no soluciona un problema: crea más. Y todo, por una obsesión ideológica.
María José Hoffmann O.
Vicepresidente UDI
Constanza Hube P.
Abogado