Es curioso lo que uno suele recordar a medida que pasan los años: sensaciones que nos acompañan desde la infancia, hasta que uno descubre, con el tiempo, que todo se relaciona con algo llamado hogar, que a su vez es inseparable de algo llamado patria. Es un sentido de pertenencia, y quienes lo perciben son más proclives a cuidar el país que es de todos.
Como está sucediendo en muchas naciones occidentales, vivimos un desafío enorme que no viene desde un enemigo externo, sino de sectores en la propia sociedad. Soterradamente se expande un debilitamiento de los valores que hicieron posibles las sociedades democráticas. No se defienden desde el gobierno los estándares mínimos de seguridad y aplicación rápida y efectiva de la ley.
En Chile aún tenemos instituciones, aún la mayoría se opone a la violencia, aún nos indigna la corrupción. Aún.
Pero proliferan grupos rencorosos, destructivos, que nada tienen que ver con reclamos contra injusticias o defensa de los más débiles. Simplemente desprecian los fundamentos de la cultura democrática, de la cual ellos mismos son favorecidos y beneficiarios, o no tendrían derecho a protestar. Cuando cometen delitos, ellos se saben protegidos por el Estado de derecho, el mismo que quieren destruir. Están en la calle y también en la creciente corrupción estatal. Es increíble, proliferan bajo el imperio de la ley, al amparo de garantías solo reconocidas en el mundo occidental.
La educación, en la familia, en colegios y universidades, es gran parte del problema: se ha convertido en una instrucción instrumental, que no desarrolla pensamiento crítico ni abre la mente para reflexionar sobre ética y propósitos vitales. A los jóvenes no se los forma en los fundamentos de la sociedad occidental, con los principios filosóficos, sociales y políticos desarrollados a través de siglos: el respeto a derechos individuales anteriores al Estado; el constitucionalismo, que impide la discrecionalidad de quienes están en el poder; el “rule of law” o imperio de la ley, con derechos y también deberes hacia la comunidad. Nadie está sobre la ley, ni siquiera el rey, establecía hace ya 800 años la Carta Magna. Esos valores han influido en la cultura, en la gobernanza y sobre todo en la ética, personal y pública. En política, la ética se refiere a los principios y valores morales que deberían guiar la conducta de los llamados servidores públicos. Pero se ha hecho muy corriente que se ignore el bien común. En nuestro país es indignante cómo se pisotea la dignidad de quienes esperan ayudas urgentes, por el mal uso, desde el poder, del dinero de todos. Abundan el egoísmo, la codicia, el derroche.
Tal vez deberíamos volver a valorar de dónde venimos, recordar nuestra historia de apego a la ley que alguna vez nos distinguió, y desde ahí proyectar el futuro con visión estratégica y sentido de pertenencia.