Hay ciertas advertencias premonitorias. Entre 1986 y 2012, el crecimiento económico promedio fue 5,6%. Estábamos acostumbrados a crecer fuerte y rápido. De hecho, el 2012 Chile alcanzó un soñado 6,2%. Mientras seguíamos disfrutando del crecimiento, ese mismo año, Alejandro Foxley nos advirtió sobre la “trampa del ingreso medio”. Así fue. Entre el 2013 y 2024, crecimos solo un 2,1%. Hoy nuestro crecimiento potencial no supera el 2%. Y ahora discutimos si durante este gobierno podremos crecer un poquito más que durante Bachelet II. Será una lucha por las centésimas: 1,83% contra 1,76%.
Durante el primer gobierno de Piñera (2010-2013) crecimos un 5,4%. Al inicio celebrábamos nuestro ingreso a la OCDE. Fuimos el primer país sudamericano aceptado en ese exclusivo club de los más ricos. Corrimos como un puma hacia el oasis del desarrollo hasta sofocarnos. Tal vez nos creímos demasiado el cuento. Olvidamos que todavía éramos un país de ingreso medio. Pero como Latinoamérica nos quedaba chico, mirábamos y copiábamos a los desarrollados. Mientras aprobábamos nuevas leyes y regulaciones, nuestra burocracia seguía creciendo y engordando.
El impacto del Mercado Urbano Tobalaba (MUT) es admirable. Por ahí circula un millón de personas al mes. Pero si alguien quiere tomar una cerveza, se llevará una sorpresa. Muchos locales no pueden venderle una. Si usted abre un restaurante o un bar, necesita una patente para ofrecer alcohol. Y si tiene apoyo y suerte, ese trámite puede demorar un año. Se necesitan aprobaciones del SII, del SAG, de la Seremi, del ISP, de la junta de vecinos e incluso inspección de Carabineros antes de someterla al concejo municipal. ¿Se ha preguntado por qué se necesita ese permiso y cuál es su origen?
Esa patente nace en 1892. La idea era controlar la ebriedad y también recaudar. En una época las cantinas las remataban, lo que se usó para ganar votos. Después se restringieron a un máximo de 400 habitantes. Aumentó el consumo de chicha. En 1988 se exigió la aprobación del concejo municipal para “otorgar, renovar, caducar y trasladar patentes de alcoholes”. Y con la nueva ley del 2004 volvió la preocupación por el excesivo consumo de alcohol, haciendo todo aún más difícil. Algo similar ocurre con el impuesto de timbres y estampillas. En 1866 se aprobó la ley de “papel sellado, timbre y estampilla”. Se usó para bienes raíces y para títulos de “abogados, médicos o ingenieros”. Algunas universidades todavía exigen la compra de estampillas para titularse. Entre 1925 y 1943, hubo treinta nuevos cuerpos legales hasta llegar a la actual ley de “timbres y estampillas”. Por lo menos ya no necesitamos el “papel sellado”.
Una investigación de Voces del CEP reveló que el impacto de la permisología asciende a un 7,3% del PIB. Una desaladora demora en promedio 12 años para obtener su permiso. La concesión de una carretera, una planta de paneles o un hospital, 7. Un proyecto minero 9, y un proyecto inmobiliario, 4, si tiene suerte con el temido Consejo de Monumentos. Los incentivos perversos son evidentes. Por de pronto, los permisos son cada vez más valiosos. Todo esto genera barreras de entrada para la competencia.
La última encuesta CEP nos entregó un resultado que no debería sorprendernos tanto. Al consultar “cuál debería ser la primera prioridad del país en los próximos 10 años”, el 2014 solo un 24% destacaba el “alto crecimiento económico”. Esa cifra se disparó al 44%. El anhelo de volver a crecer está tan presente que incluso este gobierno —donde algunos impulsaban el decrecimiento— hoy lo promueve. Hay varias leyes y regulaciones que, después de revisar su sentido e historia, deberían ser derogadas. Es una oportunidad para salir de la trampa del ingreso medio que anticipó Alejandro Foxley.