Dorothy Pérez se ha convertido en una heroína improbable. La ciudadanía la califica con nota siete y pide más recursos para la labor fiscalizadora de la institución que encabeza; los senadores se muestran de acuerdo con aumentar sus atribuciones; le temen por igual los sindicatos y gremios de izquierda y los municipios de derecha, pues a los primeros quiere descontarles las horas no trabajadas en paros ilegales y a los segundos los acusa de irregularidades en el manejo de fondos públicos.
Es, sin duda, el personaje del momento.
La razón es simple. En un país donde las excusas agravan la falta, el cojo le echa la culpa al empedrado y paga Moya, Dorothy Pérez exhibe una cualidad poco frecuente: ella sí hace la pega.
Tras asumir a fines de 2024, luego de diez meses como subrogante, no pidió nuevas atribuciones ni aumentos de personal o presupuesto. Por el contrario, este le fue recortado, como parte de la poda dispuesta por Hacienda para frenar el gasto. En la vetusta Contraloría General de la República lo único que ha cambiado es el nombre de quien la dirige.
Eso ha bastado para que todo sea diferente. Hasta hace poco, Teatinos 56 era parte del decorado. Hoy, en cambio, es protagonista gracias a la decisión de la contralora de realizar fiscalizaciones masivas. Ha ordenado 30 en los siete meses que lleva en el cargo, entre ellas la de las licencias médicas falsas. Solo una vez antes se había intentado algo similar. Pérez posee las agallas y la astucia que no tuvieron muchos de sus predecesores. Dio un paso tan sencillo como audaz: ejercer con celo la labor fiscalizadora que le ha sido confiada.
Hay mucho para aprender aquí. Porque en Chile siempre se cree que la solución es la reforma legal. El resultado es que se legisla como lo haría un maestro chasquilla: se presenta con fanfarria un proyecto; se discute por años; eventualmente se aprueba tras mucho debate; se descubre que la ley quedó mal hecha; se la “perfecciona” sin fin. Mientras, los problemas persisten o se agravan, desafiando la paciencia de la ciudadanía.
En la Copia Feliz del Edén, todo cambia para seguir igual.
Porque la porfiada realidad muestra que, pese a la exuberancia regulatoria, las soluciones no llegan. Resulta obvio que algo funciona mal y que no es viable seguir haciendo lo mismo. La pertinacia de los problemas y la inanidad de las leyes para enfrentarlos deberían convencernos de que lo que tiene que cambiar es otra cosa.
El caso de la contralora da una pista interesante. Enseña que lo que hay que ajustar no son las leyes, sino la actitud. Deberíamos haberlo aprendido tras dos procesos constitucionales fallidos, pero hace rato que nadie está escuchando.
La historia muestra que, muchas veces, el cambio se produce cuando líderes capaces y valientes están dispuestos a hacer aquello que nadie espera: lo correcto. Cuando usan sus atribuciones para castigar a los que burlan las reglas aprovechándose del descuido, la negligencia o el desinterés de los que rehúyen su deber por cobardía, ineptitud o desidia.
Por estos lados sobra el voluntarismo y escasea la voluntad. En Chile, como dijo Joaquín Edwards Bello, “los más tranquilos son los inútiles”. Pero el ejemplo de Dorothy Pérez pone en evidencia que la reforma que necesitamos se halla al alcance de todos, lejos de la autocomplacencia y las excusas y cerca del deber y la autoexigencia. Que el país sería otro si hiciéramos lo que debemos.
Si el problema es de carácter, no parece sensato seguir creyendo en el poder demiúrgico de la legislación, más todavía cuando ocurre que hecha la ley, hecha la trampa.
Hace un siglo, el poeta Vicente Huidobro identificó la clave en su “Balance patriótico”: “falta de alma”. El problema de Chile, escribió, es una “¡crisis de hombres! ¡Crisis de Hombre!”. Quizás Dorothy Pérez nos está indicando el camino de salida.