En la Cuenta Pública que el Presidente de la República dará hoy, probablemente intentará instalar la idea de que su gobierno ha sido capaz de “normalizar” el país. Según su relato, esta administración habría asumido en medio de una triple crisis —económica, de seguridad e institucional— y, gracias a su gestión, Chile estaría saliendo del pozo. Es una historia que suena bien, pero que dista mucho de la realidad.
No se puede hablar de “normalización” cuando muchas de las autoridades que hoy gobiernan fueron, en su momento, protagonistas de la gestación de esas mismas crisis. En lo económico, durante los años previos, cuando eran oposición, minimizaron la importancia del crecimiento y en el camino a la presidencia no ofrecieron propuestas para dinamizar la economía, no lo mencionaron. Además, respaldaron una propuesta constitucional con una visión abiertamente hostil al desarrollo productivo, que solo contó con el apoyo de una mínima fracción de los exministros de Hacienda desde el retorno a la democracia. No es coincidencia que hoy la proyección de crecimiento a mediano y largo plazo apenas supere el 2%.
En el ámbito fiscal, se ha presentado como logro propio la reducción del gasto en el primer año de gobierno. Sin embargo, esa disminución fue producto de una Ley de Presupuestos aprobada por la administración anterior, la cual puso fin a las medidas excepcionales implementadas durante la pandemia. Más allá de esa coyuntura, la deuda pública ha seguido aumentando y el gasto en intereses ha subido de US$ 3.000 millones en 2022 a más de US$ 4.000 millones. El país no está mejor preparado fiscalmente; al contrario, la próxima administración heredará un déficit que, de no mediarse un ajuste importante, pasará a ser más bien estructural, lo que limitará severamente la capacidad de acción del Estado.
Tampoco hay señales claras de recuperación en el mercado laboral. Mientras la mayoría de los países de la OCDE han logrado superar sus niveles de empleo previos a la pandemia, Chile se ha quedado atrás. Nuestra tasa de empleo se ha mantenido estancada. Como consecuencia, la brecha respecto al promedio OCDE se ha ampliado: de 4,7 puntos porcentuales en 2019 a 6,1 puntos en la actualidad. Según cifras del INE, para alcanzar los niveles prepandemia de ocupación, se necesitarían al menos 250.000 empleos adicionales, lo que equivale a la mitad de los puestos creados en los últimos tres años. No hay aquí indicios de normalización, sino de estancamiento.
En materia de seguridad, el panorama también es preocupante. Si bien algunos delitos menos violentos han disminuido levemente, los más graves —homicidios, violaciones y robos con violencia— han aumentado de forma sostenida. El año pasado se alcanzó el nivel más alto en una década, con más de 196.000 casos. La percepción de inseguridad no puede ser entendida como una de normalidad. A esto se suma la dificultad de poder frenar el ingreso de migrantes ilegales: en los últimos tres años, 127.000 personas ingresaron ilegalmente al país, una cifra muy superior a las 88.000 registradas en los cuatro años anteriores. Las capacidades del Estado para enfrentar esta realidad siguen siendo insuficientes.
Finalmente, en lo institucional tampoco hay avances dignos de celebrarse. El cierre del proceso constitucional no fue fruto de la convicción del oficialismo de que no se necesita una nueva Carta Fundamental, sino del rechazo ciudadano expresado en dos plebiscitos consecutivos. A esto se suman los diversos casos de corrupción que han afectado a distintas reparticiones públicas, debilitando aún más la confianza en las instituciones. Resulta difícil considerar esto como una señal de normalización democrática.
Al actual gobierno le quedan menos de diez meses. En este escenario, evitar que se instale una narrativa de logros ficticios no responde al afán de deslegitimar lo realizado. Es, más bien, un intento por advertir sobre la verdadera magnitud de los desafíos que enfrentará la próxima administración. El deterioro en múltiples dimensiones es evidente. Si nos dejamos convencer de que el país ya se ha normalizado, seguiremos postergando las reformas estructurales que se necesitan. Lo que está en juego no es solo la evaluación de una administración, sino el rumbo futuro del país.
Acostumbrarnos a esta nueva mediocridad, disfrazada de normalidad, es el riesgo más grande que enfrentamos. Y lo que es peor: si ese relato triunfa, debilitaremos aún más las bases sobre las cuales construimos, en el pasado, nuestro progreso económico y social.