El Presidente prepara su última cuenta. Como sus antecesores, es poco probable que resista la tentación de hacer un balance que intente pautear el modo en que su gobierno será recordado. Aunque resulte prematuro, será inevitable que en junio comencemos a hablar de lo que ha representado este gobierno.
Por mi parte, anoto como principal logro de esta presidencia el funcionamiento regular de la institucionalidad democrática. Poco permitía presagiarlo en sus inicios, cuando se hacía de la presidencia un grupo de jóvenes que habían hecho camino a punta de desafiar las instituciones, que impulsaban tomas, celebraban los “territorios liberados” y empatizaban con la rabia que generaba la violencia. El horno estaba para bollos y Boric se jugó su liderazgo para que la crisis se enfilara por rumbos institucionales. Tampoco cabe menospreciar haber aceptado luego el fracaso de esa experiencia. En nuestra historia no han sido pocos los líderes que se han resistido a encajar la derrota de sus sueños y transar con la modestia. Sabemos cuán mal termina esa porfía. El Presidente logró resistir la tentación de haberse empecinado en el proyecto por el que fue elegido y entregó los puestos clave de su gobierno a aquellos que pertenecían a la izquierda reformista que los elegidos, hasta hace poco, creían poder dejar en la vereda de la historia.
Un segundo logro, del cual sí podría enorgullecerse más públicamente el Presidente, es haber mantenido unida una coalición improbable. No se trata solo de las diferencias que separan la sociedad sin clases, con que sueña Winter, del reformismo algo escéptico del Socialismo Democrático. No es tan solo la sideral distancia que existe entre el liberalismo del PPD y la incomprensible celebración que el PC sigue haciendo de tiranías sangrientas. Se trata, sobre todo, de haber logrado que una generación arrogante, que se veía a sí misma como moralmente superior, terminara por aceptar un rol tutelar de aquellos que despreciaba. Por cierto, el engrudo que une a la coalición gobernante difícilmente resistirá si, a partir de marzo, el electorado los sitúa lejos de los cargos de gobierno. Con todo, la semilla de esa improbable coalición ha sido sembrada y germinará, al menos, en una mayor tolerancia.
Me parece entonces que caben algunas celebraciones acerca del modo como empieza a terminar este gobierno, sobre todo, por el proceso de maduración política acelerada e intensa experimentado por buena parte de una nueva generación de izquierda. Haberse encontrado tempranamente con el gobierno y con el fracaso les ha hecho comprender y hacerse cargo de tópicos que les parecían lejanos, sino burgueses y despreciables, como la seguridad y el crecimiento; y, sobre todo, haber dejado de empatizar y coquetear con métodos reñidos con la democracia liberal. Muchos serán escépticos de la sinceridad de este cambio. Lo que no puede negarse es que esta temprana experiencia de gobierno les marcará a fuego.
Si hay una decisión del Presidente que fue decisiva en lo que hemos vivido fue la de no intervenir en la Convención Constituyente para morigerar sus propuestas. No sabemos si no previno el profundo rechazo que le seguiría en el plebiscito, si fue invadido por la misma ensoñación adolescente que embriagó a los suyos durante ese primer año de gobierno o si no quiso aparecer como el aguafiestas que imponía prudencia en medio de la algarabía de pikachus y dinosaurios. Esa abstención suya marcó su presidencia y nuestra historia. Muy distinto pudo haber sido todo si, desde la presidencia, él hubiera morigerado esa propuesta, dándole la oportunidad de ser aceptada en el plebiscito de septiembre.
Las deudas del Gobierno son conocidas. Entra en su ocaso con un rechazo popular mayoritario. No se han realizado ni los sueños de igualdad y enaltecimiento de los diversos, que entonces lo llevaron a La Moneda, ni aquellos de seguridad, crecimiento y eficiencia del Estado, que hoy tiene el país. Todo hace pensar que terminará en una medianía. Dudo, sin embargo, que Kast, su rival de entonces, pudiera haber enfrentado su última cuenta pública con un país con instituciones funcionando y a una sociedad conviviendo pacíficamente.
El Presidente está lejos de decir su última palabra. Apenas se trata de su última cuenta, pero esta marca el ocaso de su gobierno. Qué lejos están sus resultados de aquello que él, el Frente Amplio y el país entero pensábamos ocurriría hace apenas tres años. Una prueba más de que se gobierna en la medida de lo posible y que las oportunidades políticas deben ser aprovechadas con modestia.