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Editorial
Miércoles 21 de mayo de 2025
Acusación rechazada
El abuso las ha banalizado hasta la casi intrascendencia.
Por octava vez ha fracasado una acusación constitucional promovida por parlamentarios de oposición contra una autoridad del actual gobierno. Esta vez se trataba del delegado presidencial para la Región Metropolitana, Gonzalo Durán, cuestionado por su actuación frente a los incidentes del 10 de abril en el entorno del estadio Monumental, en los que fallecieron dos personas. El libelo fue rechazado ayer tras reunir 63 votos a favor, otros 63 en contra y 14 abstenciones, las que se suman al rechazo.
Como explicación de este fracaso, se ha señalado la abstención de diputados de Demócratas y de la Democracia Cristiana que originalmente se habían manifestado abiertos a apoyar la acusación; en el caso de este último partido, podría haber incidido la difícil negociación parlamentaria que se apronta a sostener con el oficialismo. Por otro lado, se ha dicho, la acusación presentaba debilidades en su fundamentación. Particularmente, en precisar de qué forma específica las actuaciones del delegado —más allá del juicio a que puedan dar lugar— habrían constituido una infracción a la Constitución. Sin embargo —y aun siendo válidos esos análisis—, cuando se insiste una y otra vez en promover acusaciones que terminan invariablemente rechazadas, parece estarse revelando también un problema de otra naturaleza. Uno que, independientemente de los fundamentos de uno u otro libelo y de las circunstancias que rodearon su debate, habla de falencias en la acción política opositora.
Por cierto, quien menos podría rasgar vestiduras por esta situación es el actual oficialismo, el cual durante el gobierno anterior abusó hasta el hartazgo de las acusaciones constitucionales. Más aún, si inicialmente las utilizó como forma de canalizar sus críticas a las autoridades, luego —a partir del estallido de 2019— las transformó en un arma para exacerbar el conflicto político. Eso lo llevó a la irresponsabilidad de acusar constitucionalmente a las autoridades encargadas del orden público cuando el Estado de derecho enfrentaba su más duro desafío; a un exministro de Salud, por un manejo de la pandemia que posteriormente mereció reconocimientos internacionales, o al de Educación, por promover el retorno a clases presenciales. Esto, aparte de los dos libelos con los que se pretendió impedir que el Presidente Piñera terminara su período.
La situación actual dista de todo eso, pero no por ello deja de ser problemática. Y es que, tal como la izquierda desnaturalizó las acusaciones constitucionales para transformarlas en un instrumento de guerra política que polarizó el país a niveles extremos, la actual oposición las ha banalizado hasta caer casi en la intrascendencia; la escasa atención pública al libelo contra el delegado Durán es la mejor prueba. Así, en lo que parece una continua apuesta —un “a ver si en esta ocasión sí que resulta”—, los anuncios de acusaciones se han transformado en una forma fácil de reaccionar frente a situaciones que impactan a la opinión pública, sin sopesar al menos su viabilidad. En este juego, asuntos cuya gravedad sí justificaba una presentación de este tipo terminan confundidos con otros de muy disímil entidad, desconcertando a la ciudadanía y dañando aún más la ya menguada credibilidad de las instituciones. Difícilmente ello traerá algún rédito a sus impulsores.