Para el politólogo Samuel Huntington, el declive político corresponde al proceso en el que un orden político entra en decadencia. Las instituciones muestran baja capacidad adaptativa frente a la modernización social y económica. En contextos democráticos, ello trae aparejada una severa disminución de la legitimidad.
Hoy, precisamente estaríamos frente a una crisis de la democracia a escala global. De acuerdo con datos recientes de V-DEM, en la actualidad más del 70% de la población mundial vive bajo alguna variante de régimen autoritario. En el caso de Chile, los datos de opinión pública disponibles sugieren un declive tendencial análogo. La última encuesta del Centro de Estudios Públicos muestra que aquellos que son indiferentes o que directamente optan por un autoritarismo suman un 52% de los entrevistados. La preferencia por la democracia frente a cualquier otra forma de gobierno cae desde 64% en 2019, a apenas 44% en 2025.
¿Qué explicaría este retroceso? Las causas pueden ser múltiples. Por ejemplo, ya sabemos que la fragmentación del sistema de partidos dificulta que los gobiernos cumplan sus mandatos. Sin embargo, en esta columna vamos a detenernos en una dimensión que suele pasar inadvertida. Y es que, en parte, este declive ha sido inducido por los discursos y estrategias de un segmento de nuestras élites políticas y sociales.
Primero, políticos e intelectuales públicos llevan años comparando nuestra democracia con un régimen político imaginario, o un ideal abstracto. Se ha llegado al extremo de argumentar que viviríamos, en el mejor de los casos, en una suerte de democracia tramposa. De ese contraste inválido, resulta evidente que el saldo será negativo. Por el contrario, para hacer tangibles sus virtudes, las democracias representativas deben compararse con las dictaduras, no con utopías constructivistas.
Segundo, esas mismas élites han enarbolado la necesidad de radicalizar la democracia. Esa aproximación descansa en una premisa: la elección de representantes a través elecciones competitivas les otorgaría a los ciudadanos apenas una incidencia marginal en la toma de decisiones. Radicalizar la democracia supondría, entonces, llevar la toma de decisiones a “los territorios”, por intermedio de diversos mecanismos de participación incidente, como cabildos, democracia directa y sobre todo el asambleísmo como forma de organización y acción política predominante.
El problema es que, con ello, en realidad se les está otorgando más poder a grupos que a veces solo representan intereses acotados y estrechos. Todo esto puede terminar sesgando la representación a expensas del ciudadano común y corriente. Como hemos visto en años recientes, algunos de los colectivos que practican el asambleísmo no necesariamente son espacios de deliberación razonada ni mucho menos de tolerancia al disenso. Una suerte de monopolio coercitivo de la representación.
Tercero, distintos actores promueven una narrativa en la que nuestra democracia estaría siendo amenazada por fuerzas políticas que provienen solo de un extremo del arco ideológico. Este argumento incurre en el clásico problema del sesgo de selección: únicamente se concibe como un peligro aquello que está en mis antípodas ideológicas.
La falta de consistencia en este punto se vuelve más evidente cuando se ensalzan regímenes autoritarios en otras latitudes, en algunos casos (excepcionales) con la justificación de que producirían progreso material.
Esto denota incoherencia: criticamos el empleo de los tanques cuando bombardean el palacio de un gobierno al que adherimos, pero miramos para otro lado cuando (otros tanques) masacran estudiantes y trabajadores en una plaza de un régimen que admiramos.
La democracia representativa (la única que existe) tiene un valor intrínseco: escoger a intervalos regulares, colectivamente, a quienes nos gobiernan. Esto no es algo accesorio. El procedimiento democrático supone cosas muy valiosas, tales como la igualdad política (una persona, un voto), pluralismo, fuentes de información alternativas, asociación, tolerancia a la minoría opositora, entre otras.
Si prestamos más atención a los contextos donde nada de lo anterior está garantizado, quizás es posible revertir el declive de nuestra democracia.
Todo esto importa porque, derivando desde el mismo Huntington, la institucionalización supone que las organizaciones y procedimientos del régimen democrático no solo perduren, sino que deben ser valoradas por los mismos ciudadanos. Para lograr lo anterior, es preciso evitar comparar la democracia con utopías, no permitir el monopolio coercitivo de la representación y no dejarse llevar por narrativas sesgadas de supuestas amenazas a la poliarquía.
Andrés Dockendorff
Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile