Tan pronto salió la fumata bianca, la multitud festejó alborozada y, con ella, muchos millones de católicos en todo el mundo. No sabían el nombre del elegido y ya estaban felices. ¿En qué otra institución del planeta sucede algo semejante? ¿Se imaginan que en una elección presidencial de resultado incierto pudieran empezar los festejos tan pronto se cierran las urnas sin conocer al ganador? Se ve que estas personas funcionan con criterios muy distintos, con una lógica que los comentarios de prensa y los vaticinios de los analistas no logran percibir.
Algunos pensarán que esto es ingenuidad, locura o una mezcla de ambas. Puede ser, pero a ninguno de ellos se le oculta que no todos los papas de la historia han sido personas ejemplares; también saben que la sociedad espiritual a la que pertenecen incluye a figuras como el conde Drácula, don Corleone o Judas Iscariote.
Este curioso asunto comenzó hace dos mil años, cuando un carpintero y rabí judío de nombre Jesús reunió en torno a sí a un grupo de discípulos y les entregó algunos poderes muy particulares, entre ellos, el de perdonar los pecados, siendo ellos mismos tan pecadores como el resto de los mortales. Estas personas iban a ocupar un lugar muy singular en esa comunidad que llamó Iglesia.
Para colmo de las rarezas, a uno de ese grupo, un pescador de nombre Simón, le asignó un sitio muy particular. De hecho, hasta le cambió el nombre. Le puso Cefas (Petros), que significa “piedra”. En nuestro tiempo, Pedro, Pietro o Peter son nombres muy corrientes, pero llamarse Piedra es tan raro como denominarse Ladrillo o Adoquín. Los católicos decimos que ese cambio de nombre tiene que ver con la peculiar función que ese individuo y sus sucesores desempeñan en la Iglesia.
Después de estar en Jerusalén y Antioquía, Simón-Pedro se instaló en Roma, donde murió asesinado durante la persecución de Nerón. De hecho, su tumba se encuentra debajo del altar principal de la basílica que lleva su nombre, en la Ciudad Eterna. Sus sucesores en la cátedra episcopal de Roma están llamados a desempeñar en la Iglesia la misma función que tuvo Pedro en su tiempo.
¿En qué consiste ese papel? Pocas cuestiones han sido más debatidas que esa en la historia del cristianismo. Sin embargo, ya en los comienzos mismos de la Iglesia vemos, por ejemplo, al papa san Clemente (+99) dirigirse a los corintios en un claro ejercicio de autoridad. Con todo, su poder era incomparablemente más modesto que el de cualquier pontífice medieval o de la Edad Moderna.
En efecto, hubo largos siglos en que el papa era un señor temporal como cualquier otro, con ejércitos, almirantes y cañones. Maquiavelo se desesperaba al ver que el poder del papado no podía conseguir la unidad italiana, pero sí era el suficiente para mantener dividida a la península.
Tuvo que venir el bienaventurado Garibaldi y todos sus masones para asestar a la Iglesia un golpe que parecía mortal y que, finalmente, fue un gran regalo, porque la privó de los Estados Pontificios, forzándola a dedicarse más a las cosas de Dios que a administrar un reino temporal. Nadie sabe para quién trabaja.
Muchos católicos pensaron entonces que esa pérdida era una gran tragedia, porque el papa iba a quedar reducido a la irrelevancia. Fue exactamente al revés, lo que el Romano Pontífice perdió en territorio y poder lo ganó en prestigio.
Las imágenes de la reciente elección de León XIV no solo mostraban el contento de los católicos, sino también que era un acontecimiento que interesaba a casi todo el mundo. Impresiona ver, por ejemplo, la alegría de tantos no creyentes. Uno percibe que para ellos el significado de este acto es muy diferente al de las elecciones de un presidente de la FIFA o del canciller alemán.
¿Qué muestra ese afectuoso interés? De una parte, el reconocimiento del papel de la Iglesia Católica en la configuración de nuestra cultura. Se dan cuenta de que los frescos de la Capilla Sixtina, las esculturas de Bernini o la música de Monteverdi no son patrimonio de los católicos, sino que también les pertenecen a todos los hombres.
Pero hay más. En esa valoración del papado cabe percibir, más allá de las diferencias filosóficas, una nostalgia del absoluto, de las cosas permanentes; en el fondo, esa búsqueda de la trascendencia que, a pesar de todos los anestésicos que intentan sofocarla, los hombres no podemos extirpar de nuestros inquietos corazones.
En un mundo marcado por la caducidad, la sola existencia de una institución que ha podido sobrevivir por dos mil años la hace digna de atención. En una cultura herida por el nihilismo, donde nada parece tener valor propio y la vida misma se presenta como un sinsentido, el mensaje que –con todas sus limitaciones– encarnan la Iglesia Católica y la figura del papado viene a decir algo que suena contracultural: la muerte no tiene la última palabra, no somos un mero trozo de materia que sobrevive en la desolada inmensidad cósmica.
La Iglesia Católica no entrega al mundo solamente hospicios, escuelas, leprosarios o universidades. Ella trae algo mucho más escaso, difícil, necesario y profundo, eso que tanto necesitamos nosotros, hombres limitados, egoístas y mediocres, eso que se llama esperanza.