La Real Academia Española dice que, salvo algunas excepciones, “papa” o “rey” se escriben con minúscula. Francisco se lo tomó en serio y durante doce años le quitó al papado varias mayúsculas que eran innecesarias o al menos discutibles. Sus antecesores ya habían avanzado mucho en este sentido: basta pensar en la distancia que existe entre un Pablo VI, trasladado en silla gestatoria, y Juan Pablo II, que esquiaba en los Abruzos.
Al quitar cierta solemnidad al papado, Francisco corrió riesgos. Por ejemplo, si uno da entrevistas a la prensa podrá ser malinterpretado más fácilmente que si escribe una encíclica en la tranquilidad de su capilla privada. Sin embargo, él pensaba que, si quería llegar a otro público, tenía que hacerlo. La mayoría de la gente lee diarios, no documentos pontificios. Ambas posibilidades son legítimas y ninguna está libre de costos.
El desconcierto que producía Francisco tiene que ver, en el fondo, con el hecho de que el cristianismo está lleno de paradojas. Pensemos, por ejemplo, en el contraste que se da entre Tomás de Aquino y Francisco de Asís. Uno representa el orden y el espíritu sistemático; el otro, la espontaneidad. Ninguno es mejor que el otro y ambos se necesitan. Benedicto XVI estuvo más cerca del primer estilo, aunque con muchas diferencias; en cambio, el de Francisco —guardando las proporciones— correspondió al de su tocayo. En el caso del papa alemán, cada frase estaba perfectamente meditada y se sabía perfectamente lo que quería decir, mientras Francisco, por el contrario, lanzaba muchas ideas que eran más bien provocaciones, cosas que no hay que tomar de modo literal, sino como una exhortación a salir de la comodidad, estimular nuestra creatividad, movernos a la acción. La Iglesia no puede vivir sin ambos modos de ser, pero no es fácil integrarlos de manera adecuada.
¿Hay oposición entre uno y otro estilo de servir a Jesucristo? La respuesta la dio hace muchos años Romano Guardini, un gran teólogo alemán que influyó fuertemente tanto en Ratzinger como en Bergoglio. Él distinguía entre dos tipos de oposiciones. La primera está representada por las “oposiciones excluyentes”. Ellas son irreconciliables, como es el caso del bien y del mal, lo bello y lo feo o lo lleno y lo vacío. Sin embargo, junto a ellas están las “oposiciones polares”, como la que se da entre individuo y comunidad o entre palabra y silencio. Estas últimas se requieren recíprocamente.
Esta complementariedad solo puede ser posible cuando existe un terreno común, que en este caso está representado por la misma fe. No es casual que la primera encíclica de Francisco haya tratado precisamente sobre la fe (Lumen fidei, 2013) y que en realidad haya sido escrita a cuatro manos, un hecho muy novedoso en la historia de la Iglesia, porque la inició Benedicto y la terminó su sucesor.
Cada uno de estos caracteres intelectuales tiene grandes talentos y también fuertes limitaciones, de ahí que haya que combinarlos. Una Iglesia viva no es aquella donde los espíritus sistemáticos aniquilan a los espontáneos, los párrocos expulsan a los intelectuales o los europeos se entienden como enfrentados a los habitantes del Tercer Mundo, sino una unidad en la variedad. En muchas especulaciones sobre el futuro de la Iglesia estos matices están completamente ausentes y me temo que este hecho lleva a que quienes las formulan no entiendan a cabalidad lo que tienen enfrente. Sus análisis politológicos poseen aquí una utilidad muy relativa, porque el mensaje cristiano tiene consecuencias sociales y políticas, pero su núcleo “no es de este mundo”.
Nada de esto es una novedad. La predicación misma de Jesús está llena de esas paradojas. Nos invita a vivir confiados en la providencia divina, tal como las aves del cielo o los lirios del campo (Mt. 6, 28-33), y al mismo tiempo reprueba a quien se pone a construir sin prever bien los gastos ni establecer una planificación adecuada (Lc. 14, 28-33).
¿Cómo calzan estas afirmaciones en apariencia contradictorias? Allí está el atractivo de la vida cristiana, que requiere combinar muchas cosas a la vez. Ella tiene una estructura muy similar a un juego y no resulta apta para aquellos que no saben perder y se enojan cuando las cosas no salen bien a la primera.
El juego de la existencia se comprende de manera muy distinta según se piense que estamos solos o que se realiza en presencia de Alguien más, porque en este caso no faltarán las sorpresas (Francisco nos animaba a abrirnos “a las sorpresas de Dios”). Esto vale para la vida de las personas, pero también para la de la Iglesia. Algunos recordamos una escena que mostró la televisión pocos días después de la renuncia de Benedicto XVI. En la Plaza de San Pedro se veía a un hombre de edad mediana y aspecto un tanto singular: parecía sacado de fines de los años sesenta. Sus gestos, su cara, su modo de hablar y la manera de moverse lo hacían a uno pensar en los profetas o en esos predicadores laicos que recorrían Europa en el turbulento siglo XIV. En pocas palabras, explicó que había ido a Roma en peregrinación a pedir dos cosas: que el próximo papa amara la pobreza y que se llamara Francisco.
¿Dónde estará ese desconocido? ¿Cómo es el papa que ahora necesita la Iglesia? Yo no me atrevo a decir nada, sino solo a hacer un pronóstico: tanto él como quienes le sigan en el futuro serán enterrados en un ataúd muy sencillo, un ataúd sin mayúsculas.