¡Vaya pregunta para el Mes del Libro! Leerlos, desde luego, disfrutarlos, pero también desprenderse de ellos, aunque sabemos lo mucho que cuesta deshacerse de los libros. Pero “deshacerse” sugiere abandonarlos en cualquier parte, dejarlos tirados, botarlos, mientras que “desprenderse” recomienda dejar los libros propios en manos de otros.
La propiedad es un sentimiento muy fuerte, quizás un atavismo, y hace ya rato hemos convenido en que se trata de un derecho. De uno de los derechos fundamentales que merced a un larguísimo proceso civilizatorio hemos ido consiguiendo, con fuerte oposición de clases sociales, estamentos o grupos que los querían únicamente para sí. Pero si la propiedad privada es un derecho, no por ello ha dejado de experimentar cambios a lo largo de la historia, especialmente en los bienes que podían ser objeto de ella. Así, nadie acepta hoy la propiedad sobre cargos públicos, distinciones honoríficas y personas, aunque muchos se las arreglan, en los hechos, para ungir como herederos a quienes postulan a cargos de ese tipo, incluidos algunos de representación popular.
¿Acaso está descartado que otros bienes comunes se sustraigan mañana a la propiedad privada?
Pero volvamos a los libros, para constatar que los conservamos por algo más que el derecho que tenemos sobre ellos, incluso después de adquiridos hace mucho tiempo y de haberlos leído más de una vez, al punto de que en la mayoría de los casos nos hemos olvidado de que los tenemos en alguna parte, por lo común un estante en que los libros mueren de lomo y empiezan a acumular polvo. A veces practico el ejercicio de tomar un libro al azar, sin reparar en el título, para recordarme que están allí y considerar la posibilidad de volver a leerlos. Con los libros existe una relación especial, partiendo por la seducción táctil que notamos al tomarlos.
Nos resistimos a privarnos de nuestros libros y a menudo nos oponemos al hecho de prestarlos. Muchos propietarios de libros, no más abrirlos en las primeras páginas, se apresuran a estampar su firma en ellos. En cambio, Montaigne ponía su nombre en la última página de cada ejemplar, solo para no olvidar que los había leído.
No obstante, llega un momento de la vida en que resulta habitual empezar a desprenderse de libros que hemos poseído, y no por prescindibles, sino todo lo contrario. No nos importa abandonar un libro de aquellos que nunca hemos tenido interés en leer, pero la gracia es atreverse con aquellos que sí nos importan. No pretendo dar el ejemplo, pero he puesto algunos de mis libros en cajas de cartón que dejo en manos de una librera que va por los balnearios de la costa central para ponerlos a la venta a precios muy convenientes. Por cierto que en esos puntos de venta se junta de todo, pero salté de alegría la vez que descubrí “El escritor y el mundo”, unos espléndidos ensayos de V.S. Naipaul que no había podido conseguir. En todo caso, los que llevo en mis cajas van de regalo, y tratándose de los otros, como el de Naipaul, pago sin regatear el precio.
Sabemos lo que pasa con los “Días o Meses de…”. Huelen a un cierto compromiso oportunista para pasar de largo el resto del año y olvidarse de tales efemérides. Si pienso en el Día sin Fumar, tengo la seguridad de que se trata de la jornada en que se consume más tabaco durante el año. También tengo dudas del famoso Día de los Enamorados. Pero con los libros es otra cosa.
Hay muchos sitios públicos y privados en los que desprenderse de los libros sin deshacerse de ellos, y esa es una buena manera de volver a ponerlos en circulación.