El Gobierno ha anunciado que la recepción de ofertas para la concesión de la Ruta 68, Santiago-Valparaíso, tendrá lugar el 31 de mayo de 2024. Esto es, casi dos años y medio luego del llamado a licitación. El proyecto original, con un costo de poco más de 29 millones de UF, ha sido modificado en el intertanto, y tiene ahora un valor de casi 40 millones de UF. A petición de diversas comunidades locales, se han agregado plazas de esparcimiento, caminos peatonales y otras obras.

Esto ya es preocupante, porque no parece apropiado que se financien estas obras —que poco tienen que ver con el proyecto concesionado y que van más allá de la mitigación de sus efectos— mediante esta especie de impuesto a los futuros usuarios de la autopista. Ellos tendrán que pagar peajes de mayor valor o por un período más prolongado que si no se las hubiera incorporado. Luego, acaso los mismos proponentes de estas obras reclamarán por el elevado monto de los peajes y bloquearán las vías para protestar.

Pero tal vez lo más alarmante es el cronograma del proyecto. Según este, se adjudicaría recién en el primer trimestre de 2025, poco antes de que en mayo de ese año se extinga la concesión vigente; esta había sido alargada en 10 meses para compensar al concesionario por la instalación del sistema free flow en reemplazo de los peajes manuales. Es importante recalcar que no es necesaria la extinción de la concesión para adjudicar el proyecto, dados los plazos de los estudios previos a la etapa de construcción; lo que no debería ocurrir es que se extinga una concesión antes de la próxima adjudicación. Es decir, en este caso, el MOP se ha tomado prácticamente el máximo plazo posible para adjudicar el proyecto.

Posteriormente a la adjudicación, el desarrollo del proyecto de ingeniería de detalle, más el proceso de aprobación tomarían aproximadamente dos años, lo que es usual, y terminarían en 2026. En paralelo, el estudio ambiental y la aprobación de este tardarían también dos años. Pero luego será necesario obtener la Resolución de Calificación Ambiental, lo que tomaría otros dos. Es decir, las obras de este proyecto, cuyo llamado a licitación fue efectuado en diciembre de 2021, solo comenzarían a construirse en marzo de 2029, siete años más tarde. Los trabajos estarían terminados en diciembre de 2033, doce años después del llamado a licitación. De este período, solo un tercio habrá correspondido a la etapa de construcción.

La licitación no debería haber esperado hasta el último momento: el proyecto podría haberse licitado de manera que la etapa de construcción comenzara al momento de extinguirse la concesión anterior. Si se hubiera hecho esto, la nueva carretera podría haber entrado en servicio en 2029, cuatro años antes de lo que ocurrirá ahora. El retraso tiene un costo importante para el bienestar social. La ruta ya está congestionada; en un mundo menos imperfecto, las obras de ampliación deberían estar entrando en servicio ahora y no en nueve años. El retraso aumenta los costos logísticos para el comercio internacional y los tiempos de viaje, mientras que la demora en la implementación de mejoramientos a la seguridad vial incrementa la accidentabilidad.

Pero tal vez el problema más serio es la lentitud de los procesos ambientales, pese a que el proyecto pasa por zonas en que casi no hay afectación a la naturaleza, porque está casi toda construida o intervenida por el hombre. Además, esto ocurre luego de un proceso de consultas ciudadanas en las que se agregaron obras adicionales que, como se señaló, elevaron el costo. Así, el funcionamiento de la institucionalidad ambiental pareciera darles la razón a quienes sostienen que ella opera de un modo tal que se termina privilegiando la ocupación de distintos equipos de especialistas por sobre el objetivo de defender el bien social y la naturaleza.