“Si realmente quieren que haya más inclusión, paguen mejor, respeten más los derechos de las personas. Ese es también el rol de los empresarios. ¡Si las personas no pueden seguir viviendo como están, no les alcanza para “vivir!”. Tras la invocación de la ministra del Trabajo, Jeannette Jara, en el marco de un conversatorio organizado por la Fundación ChileMujeres y La Tercera, ardió Troya. Minutos antes, Bernardo Larraín, importante empresario y presidente del “centro de incidencia pública” Pivotes, había señalado: “Hay que poner en el centro de la discusión el poco acceso que tienen las personas para el empleo formal”, para lo cual, “se deben ampliar los espacios de flexibilidad” y bajar la indemnización por años de servicios, pues en estas condiciones “es imposible que las pymes y los emprendedores tengan razones para contratar a una persona de manera formal”. Esto, probablemente, fue lo que sacó de quicio a la usualmente ponderada ministra.
La tensión no terminó ahí. Horas después, Larraín acusó a Jara de afirmar cosas “que son falsas”, como “que las personas preferían la informalidad porque ganaban más que en el trabajo formal”. Desde los gremios empresariales se llamó “a sostener una discusión con altura y en base a evidencia”, y se reafirmó que “la mejor política pública es mejorar el empleo”, para lo cual se necesita incentivar el crecimiento económico. En el debate terciaron también algunos políticos, como el diputado Coloma, de la UDI, quien dijo que la de Jara “es una afirmación de alguien que no entiende cómo funciona el mercado laboral”. El mismo argumento fue esgrimido por numerosos economistas, quienes se abocaron a recordar que este se mueve por mecanismos e incentivos insensibles a las súplicas o prédicas, por nobles que sean sus intenciones. En otras palabras —parafraseando el título de un célebre artículo de Patricio Meller en 1982, cuando el desempleo en Chile se empinaba a los dos dígitos y se argüía que nada se podía hacer—, no hay diferencias entre el mercado del trabajo y el de las papas.
Desde el Gobierno, el apoyo a Jara vino de Marcel y Grau. El primero, cáustico como siempre, señaló que “algunos empresarios cada cierto tiempo insisten sobre un juicio que no parece recoger lo que ha ido siendo la evolución de esas políticas públicas y el desempeño de nuestra economía”. El segundo fue más directo: “Es un hecho de la causa que los salarios en Chile son bajos, eso es una realidad. Esto es un tema estadístico, no es un asunto de opinión”.
El debate en cuestión me llevó a recordar un tuit del 22 de octubre de 2019, en pleno “estallido”, emitido por el empresario Andrónico Luksic: “Las crisis se resuelven con acciones concretas. Nosotros como grupo daremos un primer paso. A partir del 1 de enero de 2020 ningún trabajador directo de Quiñenco y sus empresas ganará menos de 500 mil pesos. No son muchos en esa realidad, pero desde enero no será ninguno. Subamos los estándares. Espero que más empresas se puedan sumar”.
No recuerdo que ese anuncio generara el mismo debate, aunque su llamado iba en la misma dirección que la petición de la ministra Jara. No se le acusó de desconocer cómo funciona el mercado laboral, de pasar por alto el efecto que tal alza tendría sobre el empleo formal o el crecimiento económico, o de carecer de evidencias.
Cierto: la invocación venía de un exitoso hombre de negocios, no de una ministra comunista, y se hacía en una circunstancia ostensiblemente crítica. No obstante, el debate de fondo es el mismo: bajo qué prisma ha de gobernarse la economía y la empresa. Están, de un lado, quienes defienden que ellas obedecen a dispositivos que no se pueden intervenir, salvo que así lo disponga la evidencia provista por expertos; y están, del otro, quienes sostienen que su gestión tiene siempre un significado moral, por lo cual debe guiarse por el principio de “producir riqueza y mejorar el mundo para todos”, para emplear las palabras del Papa Francisco. En este debate, que nos persigue por siglos, Luksic y Jara están del mismo lado.