Hace décadas, un viejo y querido amigo tuvo que someterse a una cirugía de riñón. Salió bien y solo quedó la casi invisible línea del bisturí. Él ha gozado siempre de buena salud —bueno, hasta donde se puede alcanzada ya una cierta edad—, pero, y a partir de aquella antigua cirugía, mi amigo se declaró en condición de auto chocado. Se trató, claro, de una manera de hablar, porque ha conducido siempre con gran parsimonia y nunca se ha visto involucrado en un accidente de tránsito. “Estoy bien —dijo en su momento—, pero no puedo ocultarme el hecho de que a partir de ahora soy un auto chocado”.
En cuanto al autor de esta columna, siempre me he sentido más bien como un auto que lleva una que otra pieza de recambio, y no por haber sido sometido a un trasplante, sino por el rechazo que siento ante aquellos que creen ser tipos de una sola pieza, enteros, parejos, uniformes, de marca.
La cosa duró más o menos hasta los 80, una edad en la que no me quedó más que asumir también la condición de auto chocado. Otra vez sin embestir a nadie, e incluso sin haber conducido nunca un automóvil, solo como producto de la sensación de algo ya sin remedio. Empecé a caminar con mayor lentitud que la habitual y opté por levantarme de los asientos en dos, tres y hasta cuatro tiempos. Cuidé también de poner mejores aceites y combustibles al auto imaginario de mi cuerpo, lo cual quiere decir, ahora sin metáforas, que me puse a régimen alimenticio. Siempre figurativamente, usé bien el freno y fui prudente con los desplazamientos. Empecé a tener memoria de que el coche de mi vida había sufrido lo suyo, y no a causa de los repuestos y las maniobras de los mecánicos, sino de los médicos. Solo así podía asegurarme de que todo seguía más o menos en orden.
“Más o menos…”, porque las cosas nunca están completamente en orden, sobre todo a partir de cierta edad. Lo único que está siempre en orden es la cantidad de remedios que es preciso mantener en el velador. Cuando alguien formula la consabida pregunta: “¿Todo bien?”, suelo responder con una petición bien directa: “Distingamos”. ¿Quién podría decir, así fuera de manera desprevenida, que todo está bien?
Los mayores la tenemos difícil con la conciencia de ser un auto chocado, por mucho que tratemos de lucir impecables. Las apariencias engañan, y las realidades también. Avanzamos a tientas y siempre alertas al uso de la bocina. Tal uso se ha vuelto inclemente, excesivo, innecesario, pero otra cosa es con los años. Nos pegamos a la bocina por culpa del temor que nos circunda, y, cuando menos, hacemos sonar repetidas veces el timbre de las enfermeras de turno. En condición vital de auto chocado, me acordé de la siguiente imagen de García Márquez: un vetusto taxi estacionado junto al muelle, “un modelo viejo y carcomido por el salitre”. Cuando eres lo que se llama un auto chocado y te transformas en viejo, puede que te olvides de la primera de esas condiciones, pero de la vejez nunca.
Tampoco hay que confundir un auto chocado con uno que ha sido solo maltratado. Maltratados y maltratadores somos todos, pero haber sido chocado es ya otra cosa. Los choques pueden descuadrarte la carrocería, mientras que los maltratos aleccionan. Un topón se puede disimular con algo de pintura, mas no un accidente mayor.
Un auto chocado que ha sido bien reparado puede funcionar, pero sin hacerse muchas ilusiones. Te podrán decir que quedaste como nuevo, pero no es verdad. Los autos chocados, los verdaderos autos de ese tipo, no salen relucientes del taller, sino alejándose de clínicas y hospitales con abatimiento y esperanza.